Pesadilla o sueño americano

La imagen actual de EE.UU. está sometida a visiones contradictorias. En el interior, nunca se había prestado tanta atención a las voces que dan la imagen más negativa de su historia y de su presente: un país racista, de capitalismo voraz y sistema opresor de las minorías. Sin embargo, en sus fronteras centenares de miles de personas de todo tipo de razas y nacionalidades pugnan por entrar en el país e incorporarse a esta amenazadora experiencia.

Las voces del interior mantienen que el racismo es el pecado original de EE.UU. El país estaría construido sobre el pasado esclavista, por mucho que en la Guerra de Secesión el Sur fuera derrotado. EE.UU. sería no solo una nación de mayoría blanca, sino una sociedad “supremacista blanca”. De modo que este racismo sistémico sería un obstáculo para el progreso de todas las demás razas. Tal interpretación se ha convertido en doctrina oficial en muchas universidades y medios de comunicación, y el mero hecho de plantear objeciones se considera ya un signo de racismo.

Esta visión no parece disuadir a los que, legal o ilegalmente, intentan entrar en el país. En el año fiscal de 2022, en las fronteras fueron detenidos más de 2,7 millones de inmigrantes indocumentados. De ellos, 2,4 millones intentaron entrar por la línea fronteriza de California a Texas, con un aumento del 37% respecto al año anterior.

EE.UU. fue también el mayor receptor de inmigrantes permanentes en 2021 (834.000), aunque no llegan a los que entraron en 2019 (1,036 millones). Es decir, en plena presidencia de Trump, entraban más inmigrantes regulares que con Biden, y solo la epidemia de covid frenó la tendencia.

En estos días estamos viendo a esos peticionarios de asilo que han desbordado los centros de acogida, que duermen en las calles de El Paso o que son enviados en autobuses a otras ciudades para trasladar el problema a otros, a ser posible bastiones demócratas. Al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, otros muchos peticionarios de asilo esperan su oportunidad. Entre ellos abundan los latinos de todo color y procedencia, que han hecho largos y duros viajes, siempre hacia el norte, para alcanzar la frontera de EE.UU.

Entre los candidatos a la entrada en el país hay una gran diversidad étnica y de nacionalidades. En principio, el gobierno ha establecido una cuota oficial de 125.000 refugiados que pueden ser admitidos en 2023. El documento estipula que EE.UU. puede recibir 40.000 refugiados de África, 35.000 de Asia Suroriental, 15.000 de Asia Oriental, 15.000 de Latinoamérica y el Caribe, y 15.000 de Europa y Asia Central; y 5.000 en reserva.

Como cabe esperar, la gente emigra de países pobres a otros donde tienen oportunidades de prosperar; de países devastados por la violencia a zonas donde hay seguridad; de países donde hay minorías discriminadas por su etnia, por su sexo o por su religión, a otros donde la ley reconoce los mismos derechos a todos. Y a eso aspiran también los que quieren entrar en EE.UU. porque siguen creyendo en el “sueño americano”.

Quienes desde dentro de EE.UU. proclaman una visión tan negra de la sociedad a la que pertenecen, deberían ir a la frontera para desengañar a los que intentan entrar. Tendrían que explicarles que en EE.UU. no van a prosperar si no son blancos. Deberían advertirles que el racismo blanco les humillará y pisoteará sus derechos, y que su vida corre peligro si tienen un incidente con la policía. Antes de que sea demasiado tarde, tendrían que convencerlos de que el sueño americano se transformará en una pesadilla.

Pero probablemente tendrían tan poco éxito como el que tuvo la vicepresidenta Kamala Harris, cuando en 2021 viajó a Centroamérica para decir a los habitantes de la zona: “No vengan ustedes o serán devueltos”, y prometer ayuda a los gobiernos de la región.

No es que los peticionarios de asilo piensen que EE.UU. será la tierra de la abundancia al alcance de la mano. Pero sin duda dan más credibilidad a la experiencia de parientes y amigos que les han precedido que a las tesis de universitarios que propagan una imagen tan negativa de su país. O al menos piensan que los males de EE.UU. son poca cosa en comparación con los males de los que ellos huyen.

Entre los que votan con los pies destacan últimamente los que dejan los regímenes socialistas de la región: Venezuela, Nicaragua, Cuba. En el último año, cerca de 250.000 cubanos –más del 2% de la población de la isla– han emigrado a EE.UU., la mayoría de ellos llegando por tierra a través de la frontera sur. Es cierto que la escasez material de la que escapan se debe también en parte al embargo norteamericano, que sirve de excusa a la ineficacia del castrismo. Pero la penuria de libertades responde solo a la lógica de un sistema comunista.

En Nicaragua, el 10% de la población ha salido del país en los últimos cuatro años, huyendo de la dictadura de Daniel Ortega; y en 2022 más de 180.000 habían entrado en EE.UU. hasta el pasado noviembre. En Venezuela, desde 2015 más de 6,8 millones de venezolanos han abandonado el régimen de “socialismo bolivariano” de Nicolás Maduro. La mayoría de estos venezolanos se han ido hacia otros países latinoamericanos. Pero no pocos llegaron hasta la frontera de EE.UU., en la que se produjeron 227.500 detenciones de venezolanos en 2022.

Se diría que las dictaduras socialistas latinoamericanas tienden no solo a vaciar las estanterías de los supermercados, sino también a vaciarse de población. Así que es comprensible que muchos cubanos estén deseosos de cambiar la cartilla de racionamiento revolucionaria por los vales de comida del capitalista gobierno de EE.UU. y por el acceso a supermercados abastecidos.

Vete tú a decir a estos y otros refugiados que en EE.UU. van a caer en las garras de un capitalismo voraz que les explotará. Por lo menos, en el país hay más ofertas de trabajo que trabajadores disponibles, lo cual ya es una bendición para los que vienen de países con un desempleo endémico o unos salarios ínfimos. Sin duda, encontrarán también aspectos muy criticables. Y podrán criticarlos, a diferencia de lo que sucede en sus países de origen, donde la libertad de expresión es también un bien escaso.

Ahora que en los campus y en los medios de comunicación se despacha el discurso que pinta el pasado y el presente del país como un relato de vergüenza y opresión, el empuje en la frontera es un desmentido insistente.

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