Más grande, más largo, más caro

Ilustración del nuevo MaracanáEn la sucesión de “indignados” que protestan contra sus gobiernos, los brasileños han tenido un punto de originalidad. En su memorial de agravios, han incluido la protesta contra las inversiones millonarias que está haciendo el gobierno en instalaciones deportivas para celebrar el Mundial de Fútbol en 2014 y los Juegos Olímpicos en 2016. “¿Copa para quién?”, se preguntaban las pancartas mientras se celebraba la Copa  Confederaciones. La victoria final del equipo brasileño les habrá dado una alegría incluso a muchos que protestaban. Pero no ha bastado para silenciar las voces que denunciaban unas inversiones a grifo abierto en el deporte, mientras tantos brasileños se quejan de que no pueden disponer de la vivienda, la educación o la sanidad que necesitan.

La presidenta  Dilma Rousseff ha respondido que esas inversiones repercutirán en mejoras futuras para los ciudadanos. Es posible. Pero los indignados han tenido el mérito de llamar la atención sobre el desbordado gasto en estadios e infraestructuras deportivas, que hasta la fecha parecía incuestionable.  Antes lo típico era reclamar recortes en los gastos militares para aumentar el gasto social. Ahora, por fin, alguien se atreve a preguntar por qué se gasta tanto dinero en un marco deportivo  que la mayoría de la gente solo podrá ver por televisión.

Así como el barón de Coubertin inventó como lema olímpico el “Citius, altius, fortius” (más rápido, más alto, más fuerte), la política deportiva de los últimos tiempos parece regirse por el “Más grande, más largo, más caro”. Los estadios deportivos se elevan como las nuevas catedrales. En las instalaciones deportivas no se admite nada por debajo de lo mejor. Todo debe de ser nuevo, grande y mejor si es colosal.

También Madrid acaba de presentar de nuevo su candidatura para albergar los Juegos Olímpicos de 2020. Y para convencer al Comité Olímpico Internacional ha expuesto las joyas de las instalaciones deportivas madrileñas, en un 80% ya realizadas y otras en fase de ejecución. Puestas una junta a otra, el baile de millones impresiona: 300 millones de euros costó la Caja Mágica para el tenis, 166 millones para el estadio de atletismo, 37 millones en el recinto del IFEMA para pruebas varias,… No está nada mal para una ciudad endeudada por 6.450 millones de euros, lo que equivale a unos 2.000 euros por habitante. Es verdad que hoy día hay más colas para cobrar el subsidio de paro que en la Caja Mágica y, a pesar de la fanfarria oficial, no  se advierte gran entusiasmo olímpico en la calle.  Pero esperamos que en 2020 tengamos fuerzas para subir al podio.

Por el momento, lo que está empezando a desinflarse es la “burbuja del fútbol”, alimentada también por un endeudamiento millonario durante años. Según el balance presentado a finales de junio por el secretario de estado para el deporte, Miguel Cardenal,  los 42  clubs de Primera y Segunda división deben 4.115 millones, pero ya no gastan de manera tan alegre como en el pasado. Los clubs están reduciendo sus deudas con Hacienda y con la Seguridad Social,  una práctica que en cualquier otra actividad nunca se hubiera tolerado.  Los clubs siguen perdiendo dinero (225 millones la pasada temporada), a excepción del Barcelona y del Real Madrid que juegan en otra liga económica, y 20 clubs se han declarado en concurso de acreedores.  Pero la próxima temporada gastarán 650 millones en salarios de los jugadores, 100 menos que en la temporada anterior.

Quizá este cambio de tendencia en el fútbol indique que se va imponiendo algo de cordura. Lo paradójico es que cada vez invirtamos más en el deporte como espectáculo –con grandes estadios, sueldos fabulosos de los deportistas estrella, pujas astronómicas por derechos de retransmisiones por televisión–, y luego acabemos recortando las subvenciones que permiten hacer deporte al ciudadano de a pie.  Al final lo que nos queda es disfrutar con el fútbol salón ante el televisor.

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