La culpabilidad no se supone

En Occidente solemos rasgarnos las vestiduras cuando algún dictador impide la publicación de un libro o la exhibición de una película que le molesta. Pero tendríamos que reconocer que también entre nosotros hay ayatolás dispuestos a ejercer su censura particular. Aquí no hay una censura estatal, pero sí una tendencia cada vez más intolerante a excluir voces del espacio público, en nombre de lo que supuestamente exige la opinión pública indignada.

Así lo acaba de comprobar Woody Allen, 84 años, que iba a publicar sus memorias en la editorial Hachette de Estados Unidos. Cuando ya había cedido sus derechos y estaba todo acordado, un plante del personal influyente de la editorial ha provocado que Hachette renuncie a publicar el libro, Apropos of Nothing. Este rechazo se presenta como una muestra de solidaridad con Dylan Farrow, hija adoptiva de Allen y de Mia Farrow, que acusa al cineasta de haber abusado de ella cuando tenía siete años.

Estas acusaciones se produjeron hace veinticinco años, en el contexto de una tumultuosa ruptura familiar, en la Dylan apoyó a su madre, mientras que otro de los hijos, Moses, ha atribuido la acusación a manipulación psicológica de su madre. La denuncia dio lugar a dos investigaciones que no pudieron probar nada, y Allen nunca fue acusado ante los tribunales. Sin embargo, en el contexto del #MeToo, esta vieja historia ha vuelto a la actualidad, y para algunos Woody Allen se ha convertido en un apestado, metido en el mismo saco de “hombres poderosos” que han abusado de mujeres.

Nadie niega que Hachette está en su derecho de no publicar un libro, por los motivos que sea. Pero cuando ya se ha comprometido y luego renuncia por las presiones de algunos, es claro que no es un homenaje a la libertad de expresión. Sin embargo, el comunicado en el que la editorial anuncia la cancelación, es un ejercicio de hipocresía. De una parte, quiere presentarse como paladín de la libertad de expresión: “Hemos publicado y seguiremos publicando libros desafiantes. Como editores, queremos asegurar con nuestro trabajo que puedan oírse voces diferentes y puntos de vista opuestos”. Este es un ropaje característico de la censura maquillada que hoy se estila. Primero hay que hacer un elogio de boquilla a la libertad y el pluralismo, y a continuación viene un “pero” para justificar que en este caso lo mejor es silenciar a alguien y no desafiar a la reacción contraria.

En este caso, el “pero” de Hachette tiene que ver con el ambiente laboral de la compañía: “Como empresa, estamos comprometidos a ofrecer un ambiente que estimule, apoye y permita un trabajo abierto a todo nuestro personal”. Y después de un extenso diálogo, han llegado a la conclusión de que “no podían” seguir adelante con la publicación del libro. Claro, nadie está obligado a lo imposible. El lenguaje del comunicado es una versión postmoderna de lo que los franceses llamaban “lengua de madera”, para referirse a la fraseología estereotipada utilizada por los burócratas de los partidos comunistas.

Más claro ha sido el comentario de un miembro (anónimo) de la editorial, que, después de pagar el tributo al pluralismo –“estamos totalmente convencidos del derecho de cada uno a contar su propia historia”–, considera que Allen “no merece una tribuna, y que al publicarle de algún modo estábamos dando por buena su versión”. Casi parece neutral, pero al no publicarle están dando por buena la versión de la acusación no probada.

Esta idea de “no ofrecer una tribuna” al discrepante es el recurso que está de moda hoy día a la hora de “desinvitar” en la Universidad a un conferenciante por el veto de una asociación estudiantil, de excluir a un ponente en un debate o de pedir la exclusión de alguien en una red social por su “fobia” contra esto o lo otro.

La decisión de Hachette ha causado inquietud en escritores como Stephen King, que ha mostrado su terror: “No me importa nada Woody Allen. Lo que me preocupa es quién será el próximo amordazado”. También Jo Glanville, ex directora del PEN Club británico, ha descalificado este silenciamiento de un escritor: “Siempre me inquieta que una camarilla, aunque sea pequeña y cultivada, ejerza un poder sin exigencia de responsabilidad, sin un proceso y sin posibilidad de reparación”.

Pero mientras que en los tribunales hacen falta pruebas y debate entre acusaciones y defensas, en el tribunal de la opinión pública la presunción de inocencia no siempre cuenta. Así lo han recordado en una tribuna publicada en Le Monde más de un centenar de abogadas penalistas francesas, que reivindican las reglas del Derecho frente a los linchamientos mediáticos. El contexto es la polémica sobre Roman Polanski, galardonado en los premios Césars por la película J’acusse, premio que ha indignado a quienes piensan que más bien hay que castigar a un hombre acusado de haber agredido sexualmente a mujeres. También es verdad que la única víctima judicialmente reconocida, Samantha Geimer, es un caso que se remonta a 1975 y que ella misma decidió pasar página hace mucho. Tampoco es lo mismo el caso de Polanski, en el que ha habido una sentencia sobre unos hechos reconocidos, y el de Woody Allen, que siempre ha negado la acusación.

Pero, más allá del caso Polanski, lo que las abogadas penalistas quieren recordar es que “ninguna acusación es nunca prueba de nada”. “No se trata tanto de creer o de no creer a una demandante como de no atribuir fuerza probatoria a la mera acusación: presumir la buena fe de toda mujer que se declara víctima de violencias sexuales equivaldría a sacralizar arbitrariamente su palabra, en ningún caso a ‘liberarla’”.

Para estas juristas, es importante mantener los principios jurídicos que amparan a los acusados: “Es urgente dejar de considerar la prescripción y el respeto a la presunción de inocencia como instrumentos de impunidad; en realidad, constituyen las únicas defensas eficaces contra una arbitrariedad de la que cada uno, en estos tiempos deletéreos, puede ser víctima en cualquier momento”.

Contra las que afirman que la Justicia no da suficiente crédito a las mujeres, estas abogadas constatan más bien “una inquietante y temible presunción de culpabilidad en materia de infracciones sexuales. Así resulta cada vez más difícil hacer respetar el principio fundamental de que la duda debe beneficiar al acusado”. Lo que las alarma es que en un mundo de tweets y hashtags, al final lo que cuente es “el triunfo del tribunal de la opinión pública”.

Su texto ha provocado la respuesta de otras mujeres que aseguran que más bien en el orden judicial hay “una presunción permanente de mentira que pesa sobre las mujeres víctimas de violencia”.

Ciertamente, no se ve igual la situación desde la defensa que desde la acusación. Pero para todos vale el principio fundamental de que uno es inocente hasta que se demuestre que es culpable. Las víctimas pueden haber sufrido una experiencia demoledora. Pero también puede ser devastador el ostracismo, la humillación pública y el descrédito profesional del que es falsamente acusado. Ninguna causa, por noble que sea, merece ser apoyada a este coste.

Print Friendly, PDF & Email
Esta entrada fue publicada en Justicia, Libertad de expresión. Guarda el enlace permanente.