Guerras frente a adicciones

El anuncio suena dramático: “Estamos perdiendo la guerra contra las drogas”. Con un corolario que parece evidente: “Más vale legalizarlas para controlarlas mejor”.

La lucha contra las drogas es, efectivamente, inacabable y cabe plantearse si vale la pena darla o si es mejor asumir los costes sociales que entraña la legalización. Pero, a la hora de plantear disyuntivas, es fácil contraponer una guerra interminable frente a un modelo permisivo ideal.

El modelo represivo no puede mostrar grandes éxitos. Sus detractores destacan que la prohibición no consigue eliminar el consumo y, desde el punto de vista de la criminalidad, tiene efectos perversos adicionales: alimenta el crimen organizado que acompaña al tráfico ilegal, favorece los sobornos a políticos y policías, y en algunos países es la principal causa de violencia. La legalización, se dice, arrebataría el negocio a los criminales y desaparecerían sus secuelas perversas. Las drogas se producirían de un modo legal y controlado, sus ganancias pagarían impuestos y los consumidores correrían menos riesgos.

Suena bien en primera instancia, pero todavía no hay experiencias de que funcione. Si algún país europeo puede adoptarse como banco de pruebas es Holanda, que desde hace años ha mantenido una política de tolerancia con las llamadas drogas blandas. El consumidor puede ir a comprarlas a las coffeeshops, y no se penaliza la posesión de hasta cinco gramos por persona. Pero alguien tiene que proporcionar la droga a los vendedores, y aquí hay un vacío legal, pues en principio la producción sigue siendo ilícita.

Y es precisamente de Holanda de donde llegan ahora noticias alarmantes sobre la implantación de grupos criminales que dirigen el tráfico de cocaína y heroína, que luchan entre ellos y recurren a la violencia.

El gobierno se ha visto obligado a proteger a la heredera del trono, la princesa Amalia de Orange, y al primer ministro, el liberal Mark Rutte, ante sospechas de amenazas de estos grupos criminales. Son amenazas que antes eran más propias de países como México o Colombia. Pero ya hace cuatro años el presidente del sindicato holandés de policía, Jan Struijs, denunció que Holanda presentaba “muchos de los rasgos de un narcoestado”. Advertía que los mafiosos estaban infiltrados en el sistema, que sobornaban a la gente, que compraban empresas.

La permisividad holandesa y las buenas infraestructuras favorecieron la entrada de traficantes provenientes de Sudamérica, de Europa del Este y de Oriente Próximo, que se añadieron a los locales. Hoy el puerto de Rotterdam y, en la vecina Bélgica, el de Amberes, son los principales puntos de entrada en Europa de la cocaína.

Podría decirse que en Holanda estamos asistiendo al fracaso del modelo permisivo de las drogas blandas. Si antes se trataba de poder fumar marihuana sin problemas, ahora el mercado se ha desplazado hacia drogas duras como la cocaína y la heroína. No cabe esperar que las mafias se queden de brazos cruzados cuando están en juego sus ganancias multimillonarias. Por eso lo que ahora empieza a plantearse en algunos países es si no habría que legalizar la cocaína. Este paso indica que cualquier reglamentación que establezca límites es un incentivo para que persista el tráfico ilegal de lo todavía prohibido. Y si se prohíben algunas drogas, seguirá habiendo el mercado clandestino de los adictos a ellas.

Droga legal y peligrosa

No cabe esperar que los narcotraficantes se preocupen por la salud de los consumidores más de lo que se han preocupado algunos laboratorios farmacéuticos cuando han tenido a unos consumidores enganchados. La crisis de los opioides, convertida en auténtica epidemia en EE.UU. en los últimos años, proporciona algunas enseñanzas valiosas sobre posibles efectos de la legalización de las drogas.

De entrada, los fármacos opiáceos responden a un fin terapéutico, necesidad alegremente invocada también para dar el primer paso en la legalización de la marihuana medicinal. Habían sido aprobados por la Food and Drug Administration, y fabricados con todas las garantías. Pero son adictivos, como ocurre también con las drogas. De modo que los que al principio eran pacientes en busca de alivio de algún dolor acabaron convirtiéndose en adictos, dependientes de fármacos recetados de manera bastante laxa por doctores no siempre bien informados por los laboratorios.

El marketing de los laboratorios y la imprudencia de los doctores en la prescripción, acabaron creando un problema sanitario con proporciones de epidemia. Cuando las autoridades restringieron el acceso a estas sustancias en 2010, los ya adictos se volvieron hacia el mercado ilegal, donde había emergido una nueva droga, el fentanilo, más adictivo que otros opioides.

El resultado es que las muertes por sobredosis de drogas crecen año tras año. Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de EE.UU., «entre 1999 y 2019, casi 500.000 personas murieron a causa de una sobredosis relacionada con algún opioide, ya sea ilegal o recetado por un médico». En 2021, unas 107.000 personas murieron en EE.UU. de sobredosis, un 15% más que en 2020. Además, las autoridades afirman que más de la mitad de estas muertes se deben a opioides sintéticos.

Ante este dramático resultado puede decirse que la política prohibicionista no ha reducido el consumo ni evitado esas muertes. Pero la enseñanza más clara es que una sustancia producida con todas las garantías y cuyo acceso está sometido incluso a un control médico, puede desencadenar una crisis sanitaria por su poder adictivo. De lo que no cabe duda es que si los opioides fueran drogas de venta libre la epidemia sería aún más grave.

Si reconocemos que las drogas son dañinas para la salud (algo en lo que coinciden partidarios y adversarios de la legalización), la mejor política será la que lleve a reducir el número de consumidores. Y un negocio legal siempre tendrá más clientes que otro ilegal.

En esto, como en otras prácticas adictivas, hay que decidir qué costes sociales estamos dispuestos a aceptar, y hasta qué punto son contradictorios con otros objetivos que consideramos valiosos.

La prostitución es un fenómeno arraigado, y en algunos países –como en Alemania y Holanda– se ha optado por legalizarla como un trabajo más. Pero esto solo ha multiplicado el negocio, sin que haya desaparecido la trata de personas. También podría decirse que la guerra contra la prostitución ha fracasado, pero se prefiere no darle carta de naturaleza legal por lo que implica de explotación de la mujer.

También estamos empezando a reconocer que la pornografía es una adicción con crecientes costes individuales y sociales. Y lo que antes parecía una afición privada, está revelando su lado oscuro de degradación de la imagen de la mujer e incluso de violencia sexual en la producción. Por mucho que se intente, es ridículo hablar de un “porno ético”.

Quizá sería oportuno desterrar el término “guerra a la droga” para hablar más bien de política frente a la droga. La guerra es algo que se gana o se pierde a corto plazo, con vencedores y vencidos, y que si no acaba pronto desmoraliza. En cambio,  una política antidroga requiere medidas preventivas y educativas, junto a una acción sostenida de rechazo del negocio del tráfico. Pero convertir a los narcos en empresarios legales y a los adictos en clientes no va a cambiar los efectos dañinos de las drogas.

 

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4 respuestas a Guerras frente a adicciones

  1. Juan Llor Baños dijo:

    Magnífico!!

  2. Coordino una página web dedicada a la investigación y formación en la resolución de problemas morales: https://niaia.es/ Publicamos entradas en una bitácora bajo licencia creative commons. De vez en cuando publicamos alguna procedente de otras publicaciones, por el interés que suscitan en nuestro campo de trabajo. Solicito permiso para republicar esta, pues considero que es una reflexión muy sugerente.
    Félix García Moriyón

  3. Pedro dijo:

    Muy interesante y convincente. Muchas gracias.
    Además de Holanda, otro país en el que, en ocasiones, se afirma que una cierta descriminalización del consumo de droga ha producido efectos positivos es Portugal ¿Podrían realizar un análisis del caso portugués en Aceprensa?

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