Demasiado consentimiento

Nunca ha habido tanta actividad legislativa para amparar la salud y la libertad sexual de los españoles como con el gobierno de Pedro Sánchez. En esta legislatura está a punto de aprobarse una nueva ley del aborto, presentada como Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo. También se ha estrenado, con poco éxito por el momento, la ley del “solo sí es sí”, o “garantía integral de la libertad sexual”. Y está en el telar la ley “trans”, que lleva la libertad hasta el extremo de la autodeterminación de género y “despatologiza” por ley la frustración del que se sienta insatisfecho con su sexo. Pero no está claro que la salud sexual haya mejorado mucho por el momento.

La nueva ley del aborto tiene poco que ver con la salud sexual y reproductiva, y mucho con la imposición oficial de una cierta concepción de la sexualidad a través de la educación. Aunque se habla mucho de los derechos reproductivos, en la práctica se trata de facilitar aún más el derecho a no reproducirse. Tendría que ver con la salud reproductiva si se tratara de reducir la mortalidad materna. Pero en España, como en otros países desarrollados, la mortalidad materna es muy baja, independientemente de la ley del aborto.

Cuando se aprobó la ley, la ministra de Igualdad, Irene Montero, declaró que con esta ley “removemos los obstáculos que están impidiendo el derecho efectivo de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo y a decidir sobre sus propios cuerpos”. ¿Obstáculos? En 2020 hubo 88.000 abortos frente a 339.000 nacimientos, lo que supone que uno de cada cinco embarazos terminó en aborto. Más que un problema sanitario, aquí hay déficit de salud demográfica. Un país donde las muertes superan a los nacimientos desde hace años y que registra una raquítica tasa de fecundidad de 1,3 hijos por mujer, el problema es la falta de reproducción. Y una legislación que facilita aún más la interrupción voluntaria del embarazo solo puede contribuir a ahondar más nuestro déficit de natalidad.

La ley del “solo sí es sí” se presenta como una ley de “garantía integral de la libertad sexual”. (Hay una gran afición de este gobierno a calificar de “integral” sus leyes, como si hasta ahora todo hubieran sido parches.) La ley se centra en asegurar mejor el consentimiento en las relaciones sexuales, de modo que no haya lugar a equívocos. Por fallos de técnica legislativa, la primera consecuencia ha sido reducir las penas y provocar excarcelaciones de agresores sexuales ya condenados. Pero no cabe duda de que hay un aumento de delitos sexuales. Según estadísticas del Ministerio del Interior, entre las diversas tipologías penales, se ha pasado de 9.869 casos en 2015 a 17.016 en 2021, con un claro aumento también de las agresiones sexuales más graves. También aquí la salud sexual se enfrenta con manifestaciones patológicas.

Pero, echando mano de las estadísticas sanitarias, cabe preguntarse si el mayor problema es la falta de consentimiento o un exceso de consentimientos fáciles. Los signos de alarma provienen de que las infecciones de transmisión sexual (ITS) no dejan de crecer año tras año, sin que las autoridades sanitarias logren frenarlas.

En los últimos diez años, las infecciones de gonorrea se han multiplicado por seis, las de sífilis se han duplicado, las de clamidia –única mayoritariamente femenina – han crecido un 144%. Solo la transmisión del VIH ha bajado un 22%, hasta las 2.786 infecciones anuales. Aunque la mayoría de las ITS se producen en hombres, el aumento se ha disparado en mujeres.

Los especialistas dicen que este aumento sostenido no puede atribuirse solo a que ahora estas enfermedades se diagnostican más. A estas alturas tampoco puede achacarse a ignorancia.

Lo que ocurre es que desde la campaña del “Póntelo, pónselo” de finales de los años ochenta, en plena extensión del sida, se ha relajado mucho el uso del preservativo y ha aumentado la promiscuidad sexual. Luego ha habido otras campañas en la sociedad y en la escuela, pero ya suenan a música conocida, que no lleva cambiar las conductas. También se ha producido el típico fenómeno de una mayor asunción de riesgos, confiados en la seguridad de nuevos medios profilácticos.

Así ha ocurrido con la difusión de la PrEP (profilaxis preexposición), que reduce las probabilidades de contraer el VIH a través de las relaciones sexuales, y que es el último recurso de los que quieren tener relaciones de riesgo sin utilizar preservativos. Cuando la sanidad pública empezó a financiar esta pastilla en 2019, los expertos ya señalaron el inconveniente de que la PrEP estimule una conducta de riesgo que sobrepase sus efectos protectores.

El resultado es que se van normalizando las relaciones de riesgo. Las mismas aplicaciones de citas facilitan encuentros sexuales más frecuentes y con desconocidos. Las drogas y el alcohol contribuyen también a la pérdida de control en estas situaciones, de modo que al final no se sabe muy bien a qué se consiente.

Frente a esto, la doctrina oficial, como la expuesta por la ministra Irene Montero al presentar la nueva ley del aborto, es que “la falta de educación sexual en las escuelas es un factor decisivo para provocar el aumento de las ITS que se está produciendo”. Pero el problema, más que la falta de educación sexual, es el tipo de educación sexual que se imparte, en muchas escuelas y fuera de ellas. Un tipo de educación basado más en la pura fisiología que en la educación del carácter, y en el que lo importante es la difusión de la mentalidad y la tecnología anticonceptiva. El hecho de que cada vez haya más menores entre los  responsables y entre las víctimas de abusos sexuales también certifica que ese tipo de educación sexual está fracasando.

Una verdadera educación sexual requeriría ir a contracorriente de tendencias extendidas en la sociedad y que no favorecen ni la salud ni la libertad sexual. En otros campos, no hay reparos para contrarrestar tendencias que se consideran adictivas o insanas (juegos de azar, comidas fast food, hasta juguetes que reflejen estereotipos sexuales). En cambio, en el descontrol sexual se opta más bien por una política de supuesta “reducción de daños”, sin estimular un cambio de conductas. Habría que plantearse si no sería más eficaz inculcar desde la escuela y la familia una visión más sana y más digna de la sexualidad, que lleve a ver al otro como a una persona y no como un mero instrumento de satisfacción sexual. En último término, la salud sexual depende fundamentalmente de la conducta personal, y no hay que esperar que las leyes resuelvan las carencias de cada uno.

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