De nuevo el color de la piel

Amanda Gorman en la toma de posesión del presidente Joe Biden, 20 enero 2021 (CC Chairman of the Joint Chiefs of Staff).

Traducir poesía nunca ha sido fácil. Un poema es una combinación única entre ciertas palabras y el ritmo, la cadencia, la métrica, en fin, la música específica de una lengua. Pero ahora parece que además el traductor tiene ser de la misma raza que el autor traducido. Si no, le estás traicionando.

Por eso, la autora holandesa Marieke Lucas Rijneveld, que había sido seleccionada para traducir al neerlandés el poema que leyó la afroamericana Amanda Gorman en la toma de posesión del presidente Biden, ha decidido renunciar al encargo. Nadie había criticado su competencia lingüística para realizarlo. A sus 29 años, Rijneveld había alcanzado el éxito en los Países Bajos con su novela La inquietud de la noche, por la cual se convirtió también en el primer escritor holandés en ganar el premio Booker (lo de escritora o escritor queda indefinido, pues Rijneveld nació mujer, luego se añadió el nombre Lucas y ahora se define como “persona no binaria”, alérgica a pronombres personales).

Pero ni tan siquiera este pedigrí de identidad sexual a la moda le ha valido. Cuando se supo la noticia del encargo, en las redes sociales surgieron activos descalificadores que empezaron a criticar que se hubiera elegido a una persona blanca y no a un escritor afroholandés. ¿Cómo alguien de raza blanca podría comprender los sentimientos y las ideas de una afroamericana?

Ante el alboroto mediático, Rijneveld sucumbió a la presión y anunció, compungida, que renunciaba al encargo. Aunque lo había iniciado con mucho empeño e ilusión, dijo, “soy muy consciente de que no estoy en condiciones de pensar y sentir de esa manera”. Así que “comprendo a las personas que se sienten heridas”. La epidemia de flagelantes contritos ante las redes sociales sumaba así un nuevo penitente, en este caso no binario. El editor del poema al neerlandés estará ahora buscando un nuevo traductor, supongo que con criterios raciales.

Y no es que este sea un caso aislado. Desde hace tiempo estábamos acostumbrados a que personas de cualquier raza interpretaran papeles protagonistas en cines y teatros de Occidente. Parecía perfectamente normal que una soprano negra como Jessye Norman interpretara a Isolda en la ópera de Wagner o a Dido en “Dido y Eneas”, de Purcell. Y nadie se extrañaba porque el reparto fuera racialmente inverosímil.

En cambio, hoy parece perfectamente correcto que la raza sea un elemento determinante a la hora de elegir a un intérprete o actor. Si no lo tienes en cuenta puede suscitarse una polémica como la que provocó Ghost in the Shell, película de ciencia ficción en la que Scarlett Johansson interpretaba la conciencia de una mujer asiática en el cuerpo de un androide blanco. ¿Cómo una blanca podía encarnar a alguien que en su vida anterior había sido asiática?

De ahí también las denuncias de “apropiación cultural”, cuando alguien ajeno a una cultura minoritaria se atreve a escribir una historia sobre ella, a inspirarse en sus símbolos o sus expresiones artísticas, aunque sea precisamente porque los aprecia. Según estos esquemas, solo un afroamericano puede entender la cultura negra, solo un aborigen puede hablar de los pueblos nativos, solo un trans puede opinar sobre una ley que les afecta, solo una pensadora feminista tiene autoridad para tratar problemas de mujeres. Al final, cada uno permanece encerrado en su burbuja.

Un resultado por lo menos paradójico. En el origen se trataba de superar la desigualdad de la segregación racial. El sueño era, como dijo Martin Luther King, que sus hijos pudieran vivir “en un país donde no se los juzgue por el color de su piel sino por el contenido de su carácter”. Se alababa la diversidad para que todas las razas y minorías pudieran participar con plenos derechos en la vida social. Y precisamente cuando la igualdad racial ha alcanzado niveles superiores a los de cualquier época, el color de la piel se convierte de nuevo en un elemento decisivo. La “teoría crítica de la raza” quiere convencernos de que la raza es el principio estructural de las sociedades occidentales. Pero la convicción de que “solo uno de mi raza puede comprenderme” podría llevarnos incluso a criticar los matrimonios interraciales o a sospechar que son un intento de dominación de una raza sobre otra.

Más nos valdría hacer caso a Amanda Gorman, que en el citado poema “The Hill We Climb” escribe (me arriesgaré a traducir):

Nos estamos esforzando por forjar una unión con un sentido,
por crear un país comprometido con toda cultura, color, carácter y
condición humana.
Por eso elevamos nuestras miradas no a lo que se interpone entre nosotros,
sino a lo que está frente a nosotros.
Cerramos la brecha porque sabemos que, para poner nuestro futuro en primer lugar,
primero debemos dejar de lado nuestras diferencias.

De lo contrario, podemos invocar la diversidad para llegar de nuevo a la segregación, y promover la separación racial en nombre del antirracismo.

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1 respuesta a De nuevo el color de la piel

  1. Manuel José Bertrand Álvarez dijo:

    Gracias, Sr. Aréchaga, por el artículo.
    Algo no está haciendo bien el hombre cuando, tras haber conseguido unas metas, vuelve a caer en obstáculos anteriores. Da la impresión de que este mundo no le gusta, además da impresión de que se siente perdido.
    Pienso que, por encima de raza, credo o sexo, es hombre es ante todo un ser humano, con necesidades y aspiraciones parecidas.
    ¿No será, entonces, que ha perdido el sentido de su esencia?

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