Relaciones “contactless”

“Mantener la distancia social” es el nuevo mantra elevado a gesto de civismo higiénico. Pero en una sociedad que ya estaba bastante atomizada, poner la separación como paradigma social puede tener efectos secundarios negativos.

Desde hace tiempo se habla de una epidemia de soledad en países ricos. El tamaño de los hogares ha disminuido, a la vez que aumentan los formados por una sola persona. El alargamiento de la esperanza de vida favorece que muchas personas mayores solas necesiten asistencia, mientras que el descenso del número de hijos dificulta la atención de los padres mayores. También se observa un debilitamiento de las redes de apoyo no familiares. En muchos inmuebles el vecindario no es una red de relaciones sociales, sino una amalgama de desconocidos que a veces ni se enteran de que el del segundo ha muerto. No es tanto un problema de recursos, como de pobreza de conexiones sociales. El Estado Providencia mandará la transferencia al jubilado, pero no puede enviar a nadie a celebrar su santo.

Este aislamiento social se ve ya como un problema de salud pública. De hecho, diversos estudios han comprobado que las personas solitarias tienen una menor esperanza de vida que las que mantienen una buena conexión social. Un informe publicado por la Asociación Americana de Psiquiatría, tras examinar los resultados de 210 investigaciones, constataba las diferencias entre los índices de mortalidad de las personas que tienen relaciones sociales y las que no.

El confinamiento y la insistencia en mantener la distancia social van a acentuar esta epidemia de soledad. Es verdad que la emergencia ha sacado a la luz también muestras de solidaridad, como la del que hace la compra para el vecino anciano. Pero la consigna y las medidas de los gobiernos dan por supuesto que ahora la salud exige mantenerse a distancia del otro. Los países cierran sus fronteras. El espacio público se reestructura para crear distancias entre las personas. La mascarilla nos impide la empatía visual con el próximo, distanciado como fuente de contagio. Las colas, fenómeno asimilado al socialismo, se ponen en vigor en el supermercado, en el banco o en la farmacia, para evitar grupos. Ahora el ideal es mantenerse dentro de la burbuja de dos metros. El mismo nombre de “distancia de seguridad” supone ver al otro como un peligro potencial que ha de ser alejado.

Se comprende que la distancia social tiene sentido como medida transitoria en una situación de emergencia. Pero si, como dicen los expertos, hemos de aprender a vivir con el virus, el mensaje subliminal de mantener la distancia puede dejar su huella en la psique incluso cuando se disponga de la vacuna. Y es un mensaje que no favorece la cohesión social.

La cooperación social exige confianza, más allá del círculo estrecho de la familia o de los amigos íntimos. Para trabajar, comerciar o aprender hay que abrirse a desconocidos, con un riesgo calculado. Hay que ver al otro como un posible aliado, no como un peligro que mantener a raya.

El distanciamiento social se ve hoy favorecido por la tecnología que permite unas relaciones contactless, donde las pantallas sustituyen al cara a cara. Si ya antes el peligro era que los mensajes suplantaran a la conversación, y la mirada a la pantalla del móvil desplazara la atención a las personas del entorno, con el confinamiento puede haberse agravado esta dependencia. Teletrabajo en vez de relaciones de oficina, compras online sin ir al comercio, consultas médicas virtuales, clases no presenciales, ocio privado sin fusión en bares, cines o conciertos, y hasta porno como sucedáneo de sexo.

Todo esto agudiza la pérdida de capital social, un fenómeno que se arrastra desde hace tiempo como desveló el sociólogo Robert Putnam en su célebre título Bowling Alone. La cohesión social exige contacto humano en boleras y en bares, en iglesias y en parques, conversar para conocer los puntos de vista y las necesidades de otros, compartir actividades y hacer planes juntos. Para que haya democracia hace falta un demos activo.

Ya la crisis económica del 2008 había dejado como secuela un crecimiento de la desigualdad social, con una clase media en regresión. Ha aumentado la distancia socioeconómica que se manifiesta en burbujas sociales separadas en la vivienda, en la escuela, en el ocio, en el tipo de trabajos y hasta en la información recibida. La distancia entre personas ha crecido sin necesidad de promoverla. Ahora se nos dice que evitar el contacto con otros seres humanos es un signo de solidaridad.

No debemos desdeñar las precauciones razonables, pero propugnar la separación como ideal tiene también sus costes sociales. Probablemente, la abuela que está en una residencia prefiere correr el riesgo de ver a sus nietos antes que ser abandonada a una soledad crónica.

A medida que se aflojan las medidas de confinamiento, la vida social va recobrando espacios y la gente vuelve a las terrazas, a los parques, a las reuniones de amigos, con ansias de recuperar lo perdido. Es un signo de buena salud social. Lo peligroso sería que un motivo sanitario transitorio se convirtiera en un signo de civismo en la así llamada nueva normalidad.

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