La sociedad enmascarada

En menos de tres meses hemos pasado a ser una sociedad enmascarada. La mascarilla se ha convertido en la nueva pieza imprescindible del fondo de armario. De la recomendación inicial –limitada solo a los que pudieran transmitir la infección– hemos pasado a la obligación de llevarla todos en el transporte público y ahora incluso en la calle cuando no sea posible guardar la distancia de seguridad.

A pesar de las cambiantes y contradictorias afirmaciones sobre la eficacia de las mascarillas corrientes, las utilizamos porque dan cierta impresión de control y protección Ni tan siquiera ha hecho falta una gran presión legal. Algunos miran incluso mal a quien no la lleva, no ya en el supermercado sino en la calle y aunque vaya por la otra acera. Al final, uno puede acabar llevando mascarilla más para protegerse de las miradas críticas que del virus.

Esta súbita conversión en sociedad sin rostro humano ha despertado el recuerdo de las polémicas por el uso del nikab por parte de algunas mujeres musulmanas en países occidentales. Un artículo en el Washington Post ironizaba sobre la incoherencia francesa que penaliza ocultar el rostro en público tras el velo islámico pero ahora impone la mascarilla a todos. El periodista recuerda que en el estudio parlamentario que precedió a la prohibición del velo en 2010 se alegaba como razón: “En sociedades libres y democráticas… no es posible la interacción entre las personas ni la vida social, en el espacio público, sin reciprocidad de imagen y visibilidad: la gente establece relaciones a cara descubierta”. “El ocultamiento del rostro en el espacio público tiene el efecto de romper los lazos sociales”, concluía. “Manifiesta el rechazo del vivir juntos”.

Son razones muy plausibles. Pero en época de coronavirus parecen naufragar. Ocultar el rostro con la mascarilla es un modo de crear distancia, más que de vivir juntos. Puede decirse que es un modo de respetar al otro, de no ponerle en peligro. Pero la utilización de la mascarilla en cualquier espacio indica que nos vemos unos a otros como posibles fuentes de contagio. En vez de establecer lazos sociales, tratamos de evitarlos.

Pero los franceses se han cabreado por la comparación entre la prohibición del nikab y la obligación de la mascarilla. Si hubiera sido en un periódico islamista, pase. Pero en un diario de impronta liberal como el Washington Post no se puede tolerar. Los articulistas franceses se han apresurado a responder que ni la motivación ni la finalidad del nikab y de la mascarilla son los mismos.

El nikab, dicen, nace de una motivación político-religiosa, que separa al hombre y a la mujer; la mascarilla responde a una razón sanitaria, y se impone a todos, sin distinción de sexo ni de religión. El nikab se prohíbe porque, al crear una separación religiosa, fractura el interés general; en cambio, se obliga a usar la mascarilla en nombre del interés general de conservar la salud.

Se entiende. Pero también es verdad que para la ley lo que importa son los hechos: en este caso, ir con el rostro tapado y qué haces cuando vas así. Los motivos pueden ser variados: religiosos, sanitarios, por moda, por diversión como en carnaval, por motivos laborales… Pero entrar a valorar las motivaciones introduce un elemento de incertidumbre. En Francia, la musulmana que va hoy con nikab en el metro, ¿lo hace por motivos religiosos o sanitarios? Sea la que sea la razón, ¿no está respetando la precaución exigida en nombre de la salud? ¿Por qué impedir la entrada en un edificio público de una musulmana que oculta el rostro con velo y luego exigir que toda persona que quiera entrar utilice mascarilla?

Los articulistas franceses ven ahí lógica, mientras los multiculturalistas americanos descubren incoherencia. Los franceses apuntan incluso que esas críticas americanas hacen el juego a los intolerantes islamistas, siempre dispuestos a señalar los agravios de Occidente. Pero también cabe plantearse si no hay rigidez en la imposición de la mascarilla como salvoconducto obligado para moverse en cualquier espacio público.

Pero este es solo un aspecto de la rapidez con que la sociedad ha renunciado a esta y otras libertades en favor de la seguridad. Con la mascarilla obtenemos una cierta protección a cambio de renunciar a la belleza del rostro, a la sonrisa, a la expresividad, a la empatía. Más significativo es cómo mucha gente se encuentra cómoda en medio de una cuarentena impuesta sin apenas debate por el gobierno, con una restricción insólita de derechos y libertades fundamentales.

De repente la pregunta que uno tiende a hacerse en las situaciones más ordinarias es: ¿esto está permitido? La siguiente puede ser: ¿esto se puede decir? Cada vez más reportajes se preguntan a cuánta privacidad o libertad o movilidad estamos “dispuestos a renunciar” para obtener más seguridad. Y cabe esperar que muchos estarán dispuestos a someterse a medios más intrusivos de tecnovigilancia a cambio de una promesa de mayor protección sanitaria.

Es inevitable que mucha gente esté atemorizada ante la amenaza que supone el coronavirus. Pero tampoco deberíamos olvidar que todos los autoritarismos han empezado por privar a los ciudadanos de la carga de la libertad con la promesa de una mayor seguridad (económica, igualitaria, nacionalista…). En nuestras sociedades, el valor dominante es la búsqueda de la seguridad, incluso en situaciones normales. Y si, como ahora, se trata de defenderse ante un enemigo desconocido y sigiloso, el miedo puede infectar nuestro sistema democrático hasta ahogar libertades que parecían consolidadas.

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2 respuestas a La sociedad enmascarada

  1. Daniel Rivadulla Barrientos dijo:

    De Cobi (mascota de unas Olimpiadas de Barcelona -con este nombre las recordamos ahora- que todos apoyamos generosamente) al Covid…¿Qué nos ha pasado a los españoles en estos últimos casi 30 años, al menos dos generaciones? Nos hemos olvidado del nosotros y ahora solo resuena el «¿qué hay de lo mío?» Recordaba estos días, con motivo de un libro que estoy terminando, aquellas sabias palabras de Julián Marías (hoy poco recordado) en plena Transición: «¿Que va a pasar? ¿No será más bien que deberíamos interpelarnos todos sobre qué podríamos hacer cada uno?» No son sus palabras exactas…pero me pregunto y pregunto si no deberíamos volver a recorrer esa (tantas veces anonima) senda… Daniel Rivadulla

  2. Mariana Campora dijo:

    Muy buena reflexión sobre la dictadura que parece que se nos está imponiendo, con la comparación del nikab con la mascarilla. Da la impresión que en lugar de favorecer la convivencia entre las personas, fomenta el individualismo y el aislamiento personal.
    Gracias por este artículo que acabo de leer con varios amigos

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