Muertes indignas

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Las campañas a favor de la eutanasia siempre se apoyan en casos extremos dignos de compasión. Hay un rostro de un enfermo incurable, de una persona que sufre, con una historia conmovedora que lleva a concluir: ¿no sería lo mejor para ella estar muerta? Es verdad que estas situaciones pueden resolverse hoy día con cuidados paliativos, que evitan el dolor y la angustia. Pero, más que resolver situaciones particulares, el planteamiento mediático de estos casos sirve para trasladar a la opinión pública una duda sobre el carácter taxativo del “no matarás”. ¿Una ley que impide dar salida a estas situaciones dramáticas no debe ser abandonada?

Muchas veces estos casos siguen vivos en la opinión pública incluso después de la muerte de sus protagonistas, en forma de testimonios, de vídeos virales, de reportajes televisivos, y hasta de películas, de las que se puede echar mano para conmover al público.

En cambio, es curioso con qué rapidez se pasa página ante otros casos en que alguien decide por su cuenta liquidar unas vidas que, a su juicio, no merecen la pena ser vividas, por enfermedad o vejez. Generalmente son trabajadores del mundo sanitario, que están en contacto con los pacientes y se sienten capacitados para definir los estándares de una vida digna. En el caso de ser descubiertos, su caso aparecerá en la sección de sucesos, como simples delincuentes. Pero no suele dar lugar a debates sobre la deriva del concepto de muerte digna y la eutanasia.

Por ejemplo, en los últimos meses se ha hablado mucho sobre la legalización del suicidio asistido en Canadá, después de que el Tribunal Supremo interpretara que la prohibición era inconstitucional. Sin embargo, apenas ha proporcionado titulares la historia de la enfermera canadiense Elisabeth Tracey Mae Wettlaufer, a la que la policía acusa de administrar fármacos que intencionadamente provocaron la muerte de al menos siete personas, de 75 a 96 años, en una residencia de ancianos en Woodstock (Ontario), en la que ella trabajó.

La Asociación Canadiense de Jubilados hizo una declaración en la que manifestaba: “La edad de las víctimas y su situación médica no deberían tenerse en cuenta a la hora de que el sistema judicial castigue a los que violan la ley y dañan a otros”. No les falta razón, sobre todo cuando se va creando la mentalidad de que la edad avanzada y las precarias condiciones de salud le convierten a uno en candidato a la “muerte digna”.

Más ha llamado la atención en Italia –aunque mucho menos en el extranjero– la detención del médico Leonardo Cazzaniga y de la enfermera Laura Taroni, ambos del hospital de Saronno (Varese), amantes, acusados de administrar fármacos letales al menos a cuatro pacientes ancianos con problemas oncológicos. Pero hay otras decenas de casos bajo investigación en el mismo hospital. Gentes que llegaban al hospital por urgencias y ya no salían.

“Todo lo que he hecho ha sido para aliviar los sufrimientos de los pacientes. No es verdad que tratara de matarlos”, ha declarado Cazzaniga ante el juez. En contra tiene datos de cócteles de fármacos diez veces superiores a lo admitido, historias médicas alteradas, conversaciones interceptadas por la policía en las que, según dicen, afirma “soy como Dios, soy el ángel de la muerte”. También está bajo sospecha la actitud de la dirección del hospital, que había descartado de forma apresurada denuncias de enfermeras que se remontaban a 2013.

Sea como sea, a la hora de conmovernos con los casos de eutanasia, deberíamos también tener en cuenta a esos otros pacientes sin rostro, a los que se les impone sin pedirles su opinión.

 

 

 

 

 

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