La queja interesada

Protestar no es un delitoLa queja es una prueba de la capacidad de reacción de una sociedad ante lo que va mal, y, en ese sentido, un reflejo sano. No pocas veces ha sido el catalizador de importantes avances históricos, al conseguir despertar una conciencia social abotargada. Basta recordar lo que supusieron en el mundo contemporáneo las acciones contra la discriminación racial, las reivindicaciones feministas, las quejas sindicales contra la explotación laboral y tantas otras causas que comenzaron por quejas bien organizadas.

En los países avanzados, donde ha arraigado una cultura de los derechos, es más fácil que hoy surja la queja cuando lo que parecía un derecho adquirido resulta que no está asegurado. Es lo que viene pasando en la actual crisis económica, sobre todo en aquellos países que gastaron a fuerza de endeudamiento, tanto público como privado.

El proceso de saneamiento es tan inevitable como doloroso. Lo que el Estado daba gratis empieza a financiarse con tasas; lo subvencionado tiene que buscarse la vida a la intemperie del mercado; las ventajas y privilegios laborales acumulados durante años se someten a revisión; la inercia de la expansión del gasto público se ve sustituida por los recortes; y si el político de antes exhibía los frutos del gasto –razonables o despilfarradores–, el de hoy tiene que demostrar su capacidad de reducir el déficit.

En este nuevo clima de austeridad,  la cultura de la queja se despliega a sus anchas. Los más “indignados” se manifiestan contra “el sistema”; los funcionarios contra la paga perdida; los profesores contra “los recortes” que les obligan a hacer lo mismo con menos; los médicos contra “la privatización” que trastoca sus esquemas de trabajo; los sectores subvencionados contra quien les discute su derecho a vivir del presupuesto público.

En todas las protestas se puede encontrar algún punto razonable. Pero el hecho de que un grupo haya perdido algunas ventajas, no significa que se le está haciendo una injusticia ni que haya que atender su queja. Pues la suma de reivindicaciones más o menos razonables puede tener un coste irrealizable.

Hay que descartar como inútiles las quejas que se dirigen contra lo que no se puede cambiar. Tiene sentido quejarse de hechos concretos de corrupción o del no reconocimiento de derechos cívicos. Pero en el amplio abanico de los llamados derechos sociales, desde la educación universitaria a la sanidad o a la atención de las personas dependientes, su cobertura dependerá siempre de las posibilidades de financiación.

El despilfarro público

No pocas quejas intentan hablar en nombre del interés general cuando en realidad están defendiendo algo muy corporativo. El último caso es el del Canal 9, la radiotelevisión pública que el gobierno valenciano ha decidido cerrar.  No hay duda de que Canal 9 ha sido desde su fundación una televisión mal gestionada, politizada y que ha despilfarrado dinero público, hasta acumular una deuda de 1.126 millones de euros. Aunque el índice más evidente de la mala gestión es haber acumulado una plantilla desmesurada de 1.660 empleados, superior a la de cualquier televisión privada de ámbito nacional.

Pero cuando el gobierno valenciano intentó despedir a 1.000 trabajadores sobrantes –ERE anulado en los tribunales–, los sindicatos han hecho todo lo posible para evitarlo. Lo que no tiene sentido es que los trabajadores  denuncien el despilfarro y a la vez  pretendan mantener una situación que lo perpetúa. Y lo que ya resulta sorprendente es que apelen a la solidaridad de los ciudadanos, a costa de los cuales quieren seguir viviendo, mientras la audiencia ha caído al 3,5%. Podría decirse, dando la vuelta a la célebre frase, que nunca tantos hicieron una programación para tan pocos. No quiero decir que la mala gestión o la escasa audiencia sean solo culpa de los periodistas. Pero tampoco conviene olvidar que una televisión pública no es un coto ni de los políticos ni de los periodistas, y que no cumple un servicio público por el mero hecho de no ser privada.

Muchos de los empleados públicos que se quejan contra los recortes en sanidad, educación, servicios sociales, en realidad están defendiendo sus propios intereses profesionales, algo perfectamente comprensible. Pero con su misma resistencia al cambio y a la reestructuración de lo que se ha revelado impagable, están minando el propio Estado del Bienestar que dicen defender.  Pueden clamar contra la “privatización”, pero bajo la defensa de lo público se esconde muchas veces el afán de conservar rentas y  derechos adquiridos,  que en el sector privado no serían asumibles. Dan ganas de decirles: por favor, no me defienda.

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