La normalización de la tortura

Reo torturableSi en una encuesta se pregunta: “¿Está usted a favor o en contra del uso de la tortura?”, lo más previsible es que haya una abrumadora mayoría en contra. El abandono de estos métodos, que hace siglos se consideraban un medio de prueba ante los tribunales, ha marcado un avance en la civilización, y hoy se condenan como prácticas típicas de regímenes dictatoriales.

Sin embargo, el resultado puede ser muy distinto cuando se pasa de los principios generales a una situación concreta, y se pregunta: ¿Está justificada la tortura para luchar contra el terrorismo?  Aquí se trata de utilizarla al servicio de un fin bueno: la seguridad nacional, la defensa de vidas inocentes, la captura de terroristas sanguinarios. Planteada así, la visión utilitarista empieza a hacer cálculos, y puede concluir que si el número de vidas en juego es suficientemente grande, deberíamos estar dispuestos a dejar a un lado nuestros escrúpulos.

Tal visión está bastante más extendida de lo que parece, a juzgar por las reacciones tras la divulgación de un resumen del informe del Comité del Senado de EE.UU. sobre los métodos de tortura empleados por la CIA en los interrogatorios de presuntos terroristas. Una parte importante de los políticos americanos y del público admiten que, aunque se cometieron abusos, los agentes hicieran lo que tenían que hacer para proteger la seguridad de los ciudadanos; otros, en cambio,  descalifican los “interrogatorios reforzados” de la CIA como acciones indignas y, además, ineficaces.

La división entre los políticos según líneas partidistas es más previsible, habida cuenta de que fue la Administración Bush la que autorizó esos métodos en plena conmoción tras los atentados del 11-S, y fue Obama quien en 2009 los prohibió. Pero también en la opinión pública hay opiniones divergentes.  Según una encuesta de ámbito nacional del Pew Research Center, el 51% de los americanos piensan que los métodos  crueles de la CIA estaban justificados, mientras que un 29% se declaran en contra. Otro 20% no sabe/no contesta. Pero incluso los que están de acuerdo no parecen muy orgullosos de la tortura, pues el 43% preferirían que no se hubiese hecho público el informe, frente a un 42% que sí apoyan que se haya sabido la verdad.

La división se repite también a la hora de juzgar si las torturas han sido útiles. Los que piensan que los “interrogatorios reforzados” sirvieron para prevenir ataques terroristas son el 56%, justo el doble del 28% que comparte la tesis del informe de que no sirvieron para descubrir información valiosa.

Haya sido o no útil, la aceptación de la tortura no depende su efectividad. Como ha dicho el senador John McCain, que sufrió en su carne la tortura durante su cautiverio en Vietnam del Norte, es una cuestión de principios: “El uso de la tortura compromete lo que más nos distingue de nuestros enemigos, nuestra creencia en que toda persona, incluso los enemigos capturados, tiene derechos humanos básicos”.  En cualquier caso, añadía, “esta cuestión no tiene que ver con nuestros enemigos, sino con nosotros mismos.  Se trata de quiénes éramos, quiénes somos y quiénes queremos ser. Tiene que ver con el modo en que nos presentamos ante el mundo”.

En definitiva, como dice The Economist, “una política oficial de tortura corrompe a los torturadores y a la gente encargada de supervisarla”.

Corrompe también el sentido ético de  los ciudadanos, si tenemos en cuenta que más de la mitad de los americanos aceptan el recurso a la tortura cuando está al servicio de la seguridad nacional. Es una proporción inquietante que mina la credibilidad moral y política de un país que se presenta como modelo de democracia para el mundo entero.  Aunque también hay que reconocer que su disposición a investigar y revelar estas prácticas que ensombrecen su imagen, es ya un signo de regeneración.

Quizá lo peor es que, en su decidido empeño por defender la seguridad de sus ciudadanos, EEUU ha contribuido a la “normalización” de la tortura, como un recurso legítimo en un régimen democrático. La ruptura de este tabú nos puede dar  también algunas pistas sobre la moralidad de otras prácticas, hoy aceptables en sociedad, en las que también los principios se sacrifican en razón de una buena causa. Prácticas “normalizadas” como el recurso al aborto para defender la autonomía de la mujer; la experimentación con embriones humanos en nombre del avance de la investigación científica; el desahucio de la vivienda familiar para no comprometer la solvencia bancaria;   el recurso a los “vientres de alquiler” para satisfacer los deseos de paternidad frustrada…

No es que estas prácticas sean equivalentes a la tortura. Pero en esos y otros casos, las objeciones de principio parecen  escrúpulos morales caducos, que deben ser orillados para satisfacer exigencias perentorias de la mayoría social. Y, como en el caso de las torturas de la CIA, también en estos muchos políticos y legisladores han preferido mirar hacia otro lado, sin querer enterarse de lo que pasaba. Pero el viejo principio de que el fin no justifica los medios sigue siendo tan actual como siempre.

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