La cruzada contra la apropiación cultural

En estos tiempos de política identitaria, hasta la actuación de Sakhira y Jennifer Lopez en el intermedio de la Super Bowl puede interpretarse en clave política. Muchos lo han presentado no ya como un show, sino como un contrapeso latino a la política migratoria de Trump. La actuación de dos famosas artistas latinas recordaría la herencia hispana en Estados Unidos, su aportación a la diversidad americana, la posibilidad de triunfar aunque se haya nacido en el Bronx, como Jennifer, o en Barranquilla, como Shakira.

Tampoco es extraño que, al celebrarse este año la Super Bowl en Miami (con mayoría de población de origen hispano), el rapero y productor musical del evento, Jay-Z, recurriera a dos artistas latinas, con muchos ritmos caribeños de reggaetón y champeta. “Que dos latinas hagan esto en este país y en este momento nos da mucho poder”, ha comentado Jennifer Lopez. No está claro si se refería a ellas o a la comunidad latina. Pero los comentaristas subrayan que esta exhibición en el evento más americano debería llenar de orgullo a los latinos y a las mujeres. Aunque también cabe preguntarse si la mayoría de los latinos se sienten identificados con las vulgaridades del reggaetón o si piensan que su cultura –también la musical– tiene cosas más valiosas que aportar. Y si de poder se trata, también hay feministas que han mostrado su malestar. Como ha escrito abruptamente una mexicana: “No es empoderamiento dar espacios a las mujeres para satisfacer los gustos masculinos que ven nuestros traseros”. A lo mejor hasta Trump aplaudió.

Es curioso que esta vez no se haya acusado a los organizadores de la Super Bowl de “apropiación cultural” por recurrir a ritmos caribeños típicos de otras culturas. Últimamente hay toda una cruzada de denuncia de la apropiación cultural, cuando alguien ajeno a una cultura minoritaria se atreve a escribir sobre ella, a inspirarse en sus símbolos, sus expresiones artísticas, sus ropas o su artesanía, aunque sea porque las valora.

El mero hecho de la “apropiación” por alguien de fuera se considera ya una falta de respeto, un signo de insensibilidad. El mundo de la moda es un terreno fértil para estos conflictos. En la reciente Semana de la Moda de París, la firma japonesa Comme des Garçons ha sido acusada de apropiación cultural por hacer desfilar a modelos blancos con peinados de rastas. El estilista dijo que se había inspirado en los “príncipes egipcios” y que no pretendía ofender, pero pagó su tributo a la corrección política pidiendo perdón por “haber herido” (yo creo que tenía mucho más motivo para pedir perdón por los trajes que por las rastas). También el año pasado el gobierno de México acusó a la marca Carolina Herrera de plagio y apropiación cultural por inspirarse en diseños tradicionales de comunidades indígenas mexicanas.

Y es que cada vez hay más minorías dispuestas a sentirse heridas si alguien utiliza elementos de su cultura sin pedirles permiso. No es solo que se consideren dueñas de un patrimonio cultural, que habría de ser defendido contra desfiguraciones. También se basan en la premisa de que solo los miembros de una cultura pueden entender esa cultura y hablar en su nombre. En esta línea, solo un indígena podría hablar de los pueblos nativos, solo un afroamericano podría entender la cultura negra, y solo una pensadora feminista tendría autoridad epistemológica para hablar de las mujeres.

También en estos días ha habido polémica en EE.UU. por una novela de éxito, American Dirt, de Jeanine Cummings. La novela cuenta la historia de una madre y su hijo mexicanos, perseguidos por el narco y obligados a huir a los Estados Unidos para salvar la vida. Una historia que quiere transmitir la angustia de muchas experiencias de inmigrantes. The New York Times y The Washington Post publicaron reseñas positivas, escritores como Stephen King o Don Winslow la alabaron, y la presentadora de televisión Oprah Winfrey la recomendó para su club de lectura.

Pero luego escritores latinos empezaron a meterse con ella. Han dicho que es un compendio de estereotipos, que simplifica el mundo del crimen y el dolor de la emigración en una trama de aventuras, y que está mal escrita. Pero, sobre todo, el enfado proviene de una cuestión de apropiación cultural: ¿qué derecho tiene una mujer blanca, criada en Maryland y vecina de Nueva York, a contar una historia totalmente ajena a ella?

Sin duda, los críticos están en su derecho de decir que la novela no les gusta, aunque cuando un autor critica el éxito de otro escritor quizá no es un observador imparcial. Pero lo que ya roza con la libertad de expresión es que se discuta el derecho de una mujer blanca a escribir sobre las experiencias de inmigrantes latinos y sobre una cultura que no es la suya. Con ese criterio, buena parte de la literatura universal quedaría descartada: ni Kipling hubiera debido escribir sobre la India, ni Henry James tendría nada que decir sobre la psicología femenina, ni Stevenson podría contar historias situadas en la Polinesia. Por no mencionar a todos esos antropólogos occidentales entrometidos que se han dedicado a intentar comprender culturas ajenas.

Esta idea de la “apropiación cultural” lleva a encerrar a las culturas y a las minorías en un particularismo que divide. No deja de ser curioso que en una época que ensalza tanto la diversidad, este entrelazamiento de culturas sea despachado como “apropiación”. Los guardianes de la ortodoxia cultural tampoco distinguen entre el respeto a rituales importantes, como pueden ser los religiosos, y los aspectos costumbristas anecdóticos. Todo puede ser objeto de sacrilegio, si se presenta en un contexto cultural ajeno.

Pero la misma experiencia histórica enseña que las apropiaciones culturales han sido un factor de progreso. Así lo vemos en la asimilación de gran parte de la cultura griega por los romanos; en la conservación de la herencia judía en el cristianismo; en la recepción en la Edad Media del pensamiento de Aristóteles a través de los sabios musulmanes; en el redescubrimiento de la cultura clásica en el Renacimiento; en la huella de la cultura británica en la India; y, por no decir más, en la propia cultura hispana en América, donde la fusión de lo español y lo indígena dieron origen a algo nuevo.

Así que debería ser un motivo de satisfacción que otros tomaran elementos de mi propia cultura, porque es un signo de que los valoran y les parecen dignos de ser imitados.

 

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