La brecha de los diplomas

La fiebre por la diversidad ha alcanzado ese nivel en el que la convicción se convierte en virtud para exhibir. Toda institución debe demostrar que está abierta a todos y que refleja la variopinta realidad de la sociedad, sin excluir a ningún grupo. Donde no basta la política de diversidad, se recurre a la acción afirmativa o incluso a las cuotas, para forzar lo que no se ha producido espontáneamente.

Pero, desde la perspectiva woke, no todas las minorías subrepresentadas cuentan a efectos de diversidad. La raza, la etnia, el género, la orientación sexual, son criterios decisivos. Incluso la religión puede ser asumible, siempre y cuando se trate de luchar contra la islamofobia. Contar con algún trans puede enriquecer el pedigrí diversitario, aunque sea una minoría entre las minorías.

En cambio, es llamativo el poco empeño en luchar contra la discriminación por razón del nivel de estudios. Es algo que ni siquiera se menciona en la desbordante legislación en favor de la igualdad y contra la exclusión. Es inevitable que un nivel escaso de estudios perjudique las posibilidades profesionales cuando se trata de participar en asuntos que exigen una formación cualificada. Pero es significativo que cada vez más la falta de credenciales universitarias limite la actuación en la vida política de sociedades democráticas, que creen en el lema “un hombre, un voto”.

Lo hace notar Michael Sandel, en su libro La tiranía del mérito, a propósito del Congreso de EE.UU.: “En el último lustro, el Congreso ha ganado en diversidad racial, étnica y de género, pero la ha perdido en lo relativo a las credenciales educativas y la clase social”. Hoy son muy pocos los trabajadores manuales que logran acceder a un cargo político electivo. En EE.UU., alrededor de la mitad de la población activa ocupa empleos de clase trabajadora (manuales, administrativos o de servicios), pero menos del 2% de los congresistas trabajaban en esa clase de empleos antes de ser elegidos. En las cámaras legislativas de los estados, solo un 3% de los parlamentarios proceden de entornos de clase trabajadora. Y no deja ser curioso que una sociedad empeñada en luchar contra las discriminaciones causadas por el racismo o el sexismo, se muestre tan insensible a la exclusión por los títulos educativos.

No es un problema exclusivo de EE.UU. En España, según los datos publicados por el Congreso de los diputados y recogidos por EpData, el 60% de los diputados tienen un nivel de estudios de licenciatura, un 22,3% de máster, un 17% de grado y un 14,4% de doctorado. Estos porcentajes no son excluyentes, ya que un mismo diputado puede tener varios títulos. Según EpData, hay alrededor de 60 diputados (en torno al 15%) que no deja claro en su curriculum cuál es su nivel de formación. Esto no quiere decir que no dispongan de título universitario, pero si no lo han querido hacer constar es más probable que no lo tengan.

¿Reflejan esos datos la diversidad de estudios de la población española? No lo parece. En la población de 25-64 años, el 37% tiene un nivel educativo por debajo de la secundaria superior, el 23% de secundaria superior o postsecundaria no universitaria y el 40% un título de educación terciaria. Por mucho que se diga que ahora todo el mundo va a la universidad, la realidad es que todavía el 60% de la población no ha obtenido un título universitario. Así que los representantes de la voluntad popular están lejos de reflejar la diversidad de credenciales educativas de la población española.

Menos representativo

Se dirá que lo mismo ocurre en los órganos directivos de otros ámbitos. Pero si algo distingue a un sistema político democrático es la voluntad de que todos puedan participar en la gestión de lo que es común. Y si los candidatos que designan los partidos tienen un perfil alejado del de los votantes, es más difícil que estos se sientan representados.

También es significativo que esta preponderancia de titulados universitarios sea un rasgo común a los diferentes partidos, sea cual sea su ideología. Y en el partido supuestamente más cercano a la clase trabajadora, Unidas Podemos, es en el que más abundan los títulos de máster y doctorado.

La creciente desaparición del número de parlamentarios de clase trabajadora es un rasgo común de los parlamentos europeos. Como escribe Sandel: “El perfil de altas credenciales educativas de los parlamentos de la Europa actual se asemeja al prevalente a finales del siglo XIX, cuando los niveles mínimos de patrimonio exigidos para acceder al voto censitario de aquel entonces limitaban el derecho de sufragio”.

Frente a eso, cabe alegar que los representantes políticos con un alto nivel educativo elaborarán mejores políticas públicas y sabrán esgrimir argumentos más racionales para justificarlas. Pero, aparte de que la mayor aportación de muchos es apretar el botón correcto a la hora de votar, el balance de los resultados no inclina al optimismo. Sobre todo, si atendemos a la arraigada costumbre de que, cuando el partido de la oposición pasa al poder, su política será anular lo que hicieron sus predecesores, tildados de incompetentes o de ideólogos errados.

Convertir los parlamentos en un círculo casi exclusivo de los titulados universitarios no solo ha hecho que sean menos diversos, sino que también ha provocado que las clases más populares se sientan más extrañas a la clase política dominante. Muchas sorpresas políticas de los últimos tiempos expresan una revuelta popular contra las élites. No es casualidad que dos terceras partes de los electores blancos sin título universitario votaran por Donald Trump en 2016, o que el 70 por ciento de los votantes británicos sin carrera universitaria apoyara el Brexit, ni que en Francia la clase trabajadora sin títulos se haya pasado de los partidos de izquierda a los candidatos populistas. Y justo en estos días, en el Canadá de Justin Trudeau, el asedio de los camioneros del “Convoy de la Libertad” en Ottawa está demostrando la ira de un sector popular frente a las imposiciones del prototipo de político woke.

Bien está que los parlamentos reflejen mejor la paridad de sexos, sean más inclusivos con las minorías, más representativos de la pluralidad racial. Pero un parlamento muy paritario puede ser también muy clasista. Si el sistema político actual quiere ser más diverso debería atender a esta brecha de los diplomas, tan manifiesta como olvidada.

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