Fascismo de obra

CC Bart Everson

Utilizar el adjetivo fascista como arma arrojadiza contra el adversario no es algo nuevo. Lo original en estos tiempos es declararse antifascista y utilizar métodos fascistas para combatir el fascismo. Putin es el prototipo de este género, pero tampoco renuncian a este recurso políticos como Biden y otros pequeños intolerantes que quieren impedir que determinados ciudadanos hagan cosas a las que tienen derecho pero que a ellos les molestan.

Putin empezó su “operación militar especial” con el disfraz ideológico de “desnazificar” Ucrania, que amenazaba a Rusia. Había que combatir al fascismo que había llegado otra vez al poder como en la II Guerra Mundial. Y para luchar contra él ha recurrido a típicos métodos fascistas: agresión armada contra otra nación, guerra sin negociaciones, supuesta defensa de minorías rusas oprimidas, anexión de territorios con referendos tipo Anschluss… Y, en Rusia, supresión coercitiva de cualquier oposición, obligada obediencia al líder máximo, transformación de la información en propaganda, identificación entre patriotismo y apoyo al gobierno, movilización militar en nombre de la patria en peligro… Nada que no se haya visto en tiempos de verdadera ideología nazi. Hoy, crítica antifascista servida con métodos fascistas.

En los EE.UU. de Biden el método consiste más bien en presentar al adversario político como fascista, de modo que utilizar medidas autoritarias contra él parezca respetable e incluso necesario para defender la democracia. En un discurso del pasado agosto, Biden atribuyó a los republicanos defender un “semifascismo”, lo cual no deja de ser contradictorio para una teoría política totalitaria por principio. Pero aun dentro del clima preelectoral, utilizar esta descalificación no deja de ser peligrosa.

Dado que 74 millones de americanos votaron por Trump en 2020, por detrás de los 81 millones de Biden, resulta que según este análisis el 47% de los electores apoyaron un candidato y una ideología “semifascista”. En otro discurso pronunciado poco después en el Independence Hall de Filadelfia, volvió a insistir en que los republicanos “amenazan la democracia”. Biden concedió amablemente que “no todo republicano, ni incluso la mayoría de los republicanos, son MAGA” (los entusiastas trumpistas del “Make America Great Again”). Pero advirtió que los MAGA liderados por Trump son los que dominan el Partido Republicano e intimidan a los demás.

A partir de ahí Biden se dedicó a presentar a los MAGA como fascistas sin semi. “Representan –dijo– un extremismo que amenaza los verdaderos fundamentos de la República”. En vez de críticas legítimas a Trump y a sus partidarios más desquiciados, se lanzó a pintar un paisaje de fascismo a las puertas. “La historia nos enseña que la lealtad ciega a un único líder y la disposición a participar en la violencia política es mortal para la democracia”, aseguró en una alusión no velada a los años 30. Aunque el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 fue un motín antidemocrático y carnavalesco, alimentado por las teorías conspirativas de Trump sobre el robo de las elecciones, para Biden es indudable que se trataba de una “insurrección” organizada, cosa que por el momento la Justicia no ha demostrado.

Pero es que los MAGA republicanos, asegura Biden, “han abrazado la ira, crecen en el caos, viven no en la luz de la verdad sino en las sombras de la mentira”. “Rechazan aceptar los resultados de las elecciones”. Y siguen trabajando “para dar poder de decidir las elecciones a gente partidista y compinches”. ¿No será esto lenguaje del odio?

Biden se mueve en una contradicción asumida. De una parte, insiste en que “el alma de America está definida por la sagrada proposición de que todos son creados iguales a imagen de Dios, y que todos tienen derecho a ser tratados con decencia, dignidad y respeto”. Pero los MAGA ya no son tan iguales y hay que negarles el derecho a expresarse. Pero por extravagantes que sean algunos sectores trumpistas, descartarles como “amenaza para la democracia” equivale a negarles un derecho a todos reconocido.

Es verdad que entre los partidarios de Trump hay gente que aún no reconoce los resultados de las últimas elecciones presidenciales. Pero también entre las élites del partido demócrata hay una renuencia a aceptar que millones de electores hayan podido votar por Trump, y el temor de que vuelvan a hacerlo. Tras las elecciones de 2016 se inventaron la pista rusa para afirmar que Trump había ganado las elecciones gracias a maniobras de Putin. Cuando esto resultó un fiasco, fueron buscando recursos legales –hasta el impeachment– para desmontar de la presidencia a Trump con o sin elecciones.

Pero si los MAGA republicanos fueran tal como Biden los pinta, no habría más remedio que proceder contra ellos. Si son gente que quiere falsificar elecciones, utilizar la violencia, acabar con la democracia americana, entronizar a un líder autoritario… ¿no debería prohibirlos el Estado?

De hecho, la Administración Biden ha tenido algunas ocurrencias autoritarias que una democracia respetable no se permitiría. Biden ha hecho de la lucha contra el “terrorismo interno” una prioridad. En junio de 2021 su Administración publicó la “Primera estrategia para enfrentar el terrorismo interno”, y dentro del Departamento de Justicia se ha creado una oficina con este fin. Según el FBI, este enemigo parece abarcar tanto a los autores de atentados racistas como a aquellos que se adscriben a ideologías extremistas y antiautoritarias, entre los que bien cabrían los MAGA. Las ideologías extremistas pueden ser muy amplias, pues también han recibido visitas del FBI padres que habían protestado porque en la escuela se adoctrinaba a sus hijos con la teoría crítica de la raza. Esto a Trump no se le ocurrió.

También a principios de este año se anunció la creación de un “Desinformation Governance Board”, para vigilar y censurar supuestas falsedades informativas, una iniciativa orwelliana que pronto se abandonó tras recordar que la Primera Enmienda sigue vigente y que el gobierno no tiene atribuciones para decidir la verdad oficial. Pero este paso en falso no era en realidad necesario. La Administración Biden confía en que sean las Big Tech las que se encarguen del trabajo sucio de censurar las voces “extremistas”. De hecho, las élites demócratas consiguieron que, tras el asalto al Capitolio, se expulsara a Trump de plataformas como Facebook y Twitter, cosa que venían pidiendo desde mucho tiempo antes. Como también consiguieron, mediante visita de agentes del FBI, que se eliminara de las plataformas la historia del ordenador de Hunter Biden, atribuida a desinformación rusa, aunque luego resultó ser cierta. También siguen presionando a las televisiones por cable para que retiren de su programación canales como Fox News o Newsmax que favorecen a los republicanos.

Cierto, todavía hay clases en la represión y la censura. Una cosa es que te investigue el FBI por tus opiniones o que te expulsen de Twitter, y otra que en Rusia te envíen diez años a la cárcel por protestar contra la guerra de Ucrania. Pero no se puede combatir el fascismo con métodos semifascistas.

 

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1 respuesta a Fascismo de obra

  1. Alvaro Freile dijo:

    Me parece qué hay una confusión de fondo en el artículo. El hecho de que Biden use métodos ilícitos para atacar a los que no piensan como él no quita que Trump y parte del partido Republicano de hecho se adscriban a teorías que se acercan al fascismo. En cuanto a Putin se puede decir lo contrario. Es claramente un político fascista por definición, aunque él lo niegue y más bien culpe de lo mismo a los Ucranianos. Se debe reconocer las prácticas fascistas, más allá de si los que las delatan son irreprochables o si los que las practiquen las nieguen.

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