El odio que me molesta

Cada vez es más socorrido acusar al adversario de estar movido por el odio. En la reciente manifestación del 1 de mayo en Madrid, el secretario general de CCOO, Unai Sordo, y el de UGT, Pepe Álvarez, pidieron que no vaya “ni un voto trabajador a quien odia y no quiere a la clase trabajadora”. Podían haber dicho que ningún trabajador vote a quien no quiere derogar la reforma laboral o elevar el salario mínimo, pretensiones bastante comprensibles desde la óptica sindical. Pero se da por supuesto que discrepar en estos asuntos es un signo de odio hacia los trabajadores. En vez del debate de ideas se recurre a la descalificación personal del adversario, que solo encarna intereses egoístas y aversión a los trabajadores.

Es verdad que un manifiesto sindical no da para muchos matices. Pero no es un caso aislado. En EE.UU., dentro de la cruzada antirracista, está de moda denunciar a los haters, calificativo que le puede caer a uno aunque no sea supremacista blanco, si se resiste a reconocer sus prejuicios racistas y sus privilegios de blanco. Los trans descalifican como discurso del odio cualquier crítica a sus pretensiones o incluso la negativa a utilizar pronombres personales o palabras inventadas que satisfacen su sensibilidad.

Ciertamente hay gente que odia. Pero el odio es un sentimiento interior, que solo puede ser punible si se exterioriza en actos injuriosos o que incitan a la violencia contra alguien por pertenecer a un grupo determinado. Pero el mero hecho de desaprobar el estilo de vida predominante en un grupo o de discrepar públicamente de sus pretensiones no supone incurrir en un delito de odio.

Sin duda nos parecería curioso que un colectivo de millonarios intentara silenciar el debate sobre la desigualdad escudándose en el “tú me envidias”. La envidia, como el odio, es un sentimiento interior, que solo tiene una repercusión social punible si se manifiesta en acciones delictivas. Si la envidia lleva a robar la cartera al prójimo o a destruir su propiedad, entramos en terrenos del Código Penal. Pero propugnar que los más ricos paguen más impuestos, ya sea por afán de equidad o por envidia igualitaria, es un acto perfectamente legítimo.

La invocación del “discurso del odio” puede convertirse también en un modo de eludir una cuestión incómoda. Así ocurre, por ejemplo, cuando cualquier intento de señalar los problemas de la inmigración es descalificado sobre la marcha como xenofobia movida por el odio. Un ejemplo reciente ha sido el del cartel electoral de Vox en el que se comparaba el coste para el erario público de un menor inmigrante no acompañado y el de la pensión de una viuda. Aunque la comparación era criticable, las denuncias para que el cartel fuera eliminado y castigado como delito de odio no prosperaron en sede judicial. La juez estimó que Vox ejercía el derecho a la libertad de expresión al difundir el programa del partido sobre la política de inmigración, sin que haya creado una situación de peligro para los menores inmigrantes.

Y es que una genuina libertad de expresión implica que se puedan emitir opiniones que sean molestas para otros ciudadanos o para la opinión pública dominante.

Cada vez es más frecuente que, invocando distintos motivos –racismo, sexismo, xenofobia, transfobia…– diversos grupos intenten que el Estado castigue no ya unas acciones delictivas, sino palabras que dichos grupos consideran ofensivas. De este modo, el número de grupos protegidos va en aumento y los casos de discurso del odio tienden a expandirse.

Es lo que está ocurriendo en la Unión Europea desde hace tiempo. En virtud del artículo 83 del Tratado de Funcionamiento de la UE, la UE puede definir ciertos crímenes y requerir que los Estados miembros los incorporen en sus leyes penales. Según el Tratado, esto se aplica solo a delitos graves del tipo de terrorismo, tráfico de seres humanos y explotación sexual de mujeres y niños, tráfico ilegal de drogas y de armas, corrupción, falsificación de medios de pago, crimen organizado… Se considera que estos graves delitos tienen una dimensión transfronteriza, por lo que deben ser combatidos según bases comunes. Pero ahora la Comisión Europea quiere añadir delitos de odio que afectan no solo a la raza y a la religión, sino también al sexo, la orientación sexual, la discapacidad, la edad… Por lo visto, a la Comisión le parece inaceptable que las disposiciones contra el discurso del odio varíen según los países y las culturas, y pretende unificar criterios e imponerlos a los miembros recalcitrantes.

Ciertamente es muy necesario que el debate de ideas predomine sobre las descalificaciones personales y que el diálogo evite la crispación. Pero a veces las sospechas sobre las verdaderas intenciones de los que denuncian el “discurso del odio” se refuerzan cuando uno observa que suelen ser grupos que no tienen inconveniente en utilizar el lenguaje más virulento contra sus adversarios o que exigen silenciar al discrepante. Al final, parece que lo que odian es que les contradigan.

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