Bono cultural, cheque escolar

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Todo joven italiano va a tener un buen regalo al cumplir 18 años: una aplicación (“18app”) por valor de 500 euros con la que podrá durante un año comprar libros y productos culturales, entradas al cine, teatro, museos, exposiciones, conciertos… La iniciativa del gobierno de Matteo Renzi ha encontrado un aplauso bastante general, a derecha e izquierda, entre jóvenes y mayores.

Los jóvenes están encantados con este regalo que les permite elegir todo tipo de eventos culturales, según sus gustos y sin arañar otras partidas de sus limitados recursos. El mundo cultural piensa que los 290 millones que se gastará el gobierno supondrán un estímulo para el sector y crearán una clientela para el futuro. Los educadores esperan que esta libre entrada familiarice a los jóvenes con manifestaciones que pueden elevar su nivel cultural. Los políticos de otros partidos se ahorran las críticas y quizá piensan: ¿por qué no se nos habrá ocurrido a nosotros?

Este aplauso al cheque cultural contrasta con las polémicas que tantas veces suscita el cheque escolar. Y, sin embargo, ambos se basan en los mismos principios: subvencionar al consumidor en vez de al productor, para favorecer la libertad de elección y estimular la calidad.

La propuesta de dar un cheque al alumno para que la familia lo gaste en la escuela de su elección –pública o privada– suscita en algunos sectores de izquierdas gritos indignados contra la “privatización”. Si la familia quiere enseñanza gratuita, que vaya a la escuela pública, que para eso está. Los fondos públicos, para la escuela pública. En cambio, a nadie se le ha ocurrido decir que en vez del cheque cultural sería mejor que fuera gratuita la entrada a todas las instituciones y eventos culturales del sector público, cuya amplia oferta puede satisfacer la sed de cultura. En el caso de la cultura, parece ser que no importa que los fondos públicos se gasten en iniciativas privadas.

Quizá se ha comprendido que la libertad de elección del consumidor y del emprendedor cultural saldrán más beneficiadas con un cheque que no obliga a gastarlo aquí o allí. En este caso, los fondos públicos para promover la cultura no son repartidos por una burocracia que puede beneficiar a los correligionarios ideológicos o culturales, sino por las decisiones de más de medio millón de jóvenes de 18 años. No es que las elecciones de los jóvenes hayan de ser las únicas referencias del mundo cultural, pero por lo menos el sector tendrá que hacer un esfuerzo para atraérselos.

Esta es también una de las ventajas del cheque escolar: si la financiación de la escuela dependiera de las decisiones de las familias, no condicionadas por el coste de la matrícula, los centros educativos se verían obligados a una búsqueda continua de la calidad para ganarse el favor de las familias.

Tampoco ha suscitado reservas el hecho de que el cheque cultural sea del mismo importe para todos los jóvenes, al margen de los ingresos familiares. Si se tratara del cheque escolar, habríamos oído inmediatamente la crítica de que beneficia a los ricos, que quizá no lo necesitan tanto o que tienen más posibilidades de elegir buenas escuelas por su mayor información y bagaje educativo. De hecho, en algunas regiones italianas hay distintas fórmulas de cheque escolar, pero en general solo para familias de bajo nivel de renta y siempre con fondos insuficientes para atender todas las solicitudes.

Es cierto que el cheque escolar generalizado supondría un coste mayor que lo que va a costar el bono cultural. Pero entonces el debate debería centrarse en los recursos disponibles, no en los principios por los que se gobernaría el cheque, que son los mismos que los del bono cultural. En definitiva, se trata de aunar la libertad de elección, el acceso de todos y la calidad del sistema.

 

 

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