Acosados por el protocolo

Si prospera un protocolo que impulsa el Ministerio de Igualdad para combatir el acoso sexual en el trabajo, las empresas deberán perseguir conductas como “bromas y comentarios sobre la apariencia sexual”, “comentarios insinuantes” y hasta “miradas impúdicas”. Toda una tarea para los Departamentos de Recursos Humanos, que deberán mostrarse como severos padres vigilantes a la antigua usanza.

El que una mujer o un hombre sufra acoso sexual en el trabajo es una situación intolerable que debe ser perseguida. De hecho, está castigada en el Código Penal (art. 184) donde se establece: “El que solicitare favores de naturaleza sexual, para sí o para un tercero, en el ámbito de una relación laboral, docente o de prestación de servicios, continuada o habitual, y con tal comportamiento provocare a la víctima una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante, será castigado, como autor de acoso sexual, con la pena de prisión de tres a cinco meses o multa de seis a 10 meses”. Al Ministerio de Igualdad le gusta presentarse como “desfacedor de entuertos” que nadie combate, pero la realidad es que el acoso sexual está penado al menos desde 1995.

El problema está cuando en vez de una conducta objetiva como la que describe el Código Penal se pasa a las actitudes que enumera el protocolo del Ministerio y que pueden estar llenas de matices y malentendidos.

Para empezar, el Ministerio de Igualdad –a diferencia del Código Penal– da por supuesto que las víctimas son siempre mujeres. Pero en una época en que la iniciativa en las relaciones eróticas puede partir tanto de hombres como de mujeres, no hay que suponer que la mujer es siempre la víctima y el hombre siempre el acosador.

Tampoco hay que suponer que el acoso sexual en el trabajo es un problema generalizado. Según la propia Macroencuesta de Violencia contra la Mujer, que tanto la gusta citar al Ministerio, el 40,4% de las mujeres mayores de 16 años en España declaraban haber sufrido acoso sexual en algún momento de su vida (algo que ellas habían sentido como acoso, no necesariamente la conducta castigada en el Código Penal). Y de las que habían sentido ese acoso, el 17,3% señalan como acosador a alguien del trabajo. Si las matemáticas con perspectiva de género no han cambiado todavía las reglas, el 17,3% del 40,4% del total equivale a 7 de cada 100 mujeres. Hay que preocuparse por ellas, pero tampoco puede decirse que toda mujer vaya al trabajo por la mañana angustiada.

Las actitudes que el protocolo tipifica como acoso son en muchos casos el reino del matiz. ¿La empresa puede dirimir la diferencia entre un “flirteo” y un “flirteo ofensivo”? Está en manos de la mujer pararle los pies al hombre si es un flirteo indeseado, pero transformar eso en un problema de acoso dependerá de los modos y de la insistencia. Todo acercamiento sentimental entre un hombre y una mujer empieza siempre por algún tipo de “comentario insinuante”, como el protocolo pretende prohibir, o por una proposición, aunque solo sea la de tomarse una copa a la salida, pues de lo contrario pocos noviazgos prosperarían entre compañeros de trabajo.

Calibrar las “bromas o comentarios sobre la apariencia sexual” puede depender también del sentido del humor del interesado, de la confianza, de la oportunidad y del contexto. Decir “¡qué guapa vienes hoy!” o “vaya cresta más chula te ha hecho el peluquero”  ¿son comentarios sancionables? Es verdad que el feminismo radical nunca ha tenido mucho sentido del humor, pero al menos no debería perseguir la sonrisa ajena.

El protocolo roza el ridículo cuando pretende perseguir las “miradas impúdicas”. Las miradas impúdicas suelen depender de lo que se les muestre a la vista. Si una mujer siente sobre ella miradas impúdicas su primera reacción debería ser preguntarse si en su atuendo hay algo de exhibición impúdica. Lo que tiene poco sentido es decir “yo me visto como me da la gana” y luego calificar como mirada impúdica la del que mira lo que le da la gana. Pero este protocolo no incluye la “exhibición impúdica” entre las conductas no verbales condenables.

Cabe preguntarse también qué pinta un Ministerio de un Estado laico persiguiendo las “miradas impúdicas”, convirtiendo el pecado en motivo de despido. Nos reímos y nos indignamos con la Policía de la Decencia que en Irán o Arabia Saudí vigila que el velo de las mujeres no se rebaje un centímetro. Pero aquí estamos promoviendo otra Policía de la Decencia, con la diferencia de que vigila a los hombres y no a las mujeres.

En vez de meterse en este terreno resbaladizo, que puede complicar la vida de las empresas con choques de subjetividades y malentendidos, sería mejor atenerse a lo que ya estipulan las reglas laborales y el Código Penal.

Toda esta casuística para prevenir el acoso es también un síntoma de la resaca de la liberación sexual. Haga usted una revolución sexual para acabar persiguiendo las bromas sobre la apariencia sexual. Da la impresión de que muchas mujeres jóvenes no se sienten liberadas por la liquidación de reglas del pasado feminismo. Si antes era de buen tono ridiculizar las reglas de la moral sexual, en los tiempos actuales se está redescubriendo la importancia de poner límites.

Sin duda hay más igualdad entre hombres y mujeres, pero también se ha perdido respeto. Y a falta de cultivar la virtud y el respeto, solo nos queda el legalismo y la casuística.

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