El macarthismo de la izquierda

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Comités parlamentarios que llaman a declarar a personajes públicos para que demuestren que no tienen lazos con Rusia. Políticos que son descalificados por haber tenido conversaciones con el embajador ruso. Medios de comunicación que crean un clima de sospecha de actividades antiamericanas por parte de quienes no se declaran adversarios de Moscú. Exigencias de que el FBI investigue y busque pruebas de la influencia rusa en la política y en la administración de EE.UU. Este flashback del clima de sospecha de la Guerra Fría recuerda demasiado el episodio del macarthismo en los años cincuenta, solo que esta vez es atizado por la izquierda liberal en nombre de la “defensa de la democracia” en la época de Trump.

La narrativa de la “trama rusa” (un nombre que lleva en sí mismo la condena) es muy sencilla: Putin quería que ganase Trump; los servicios secretos rusos se dedicaron a “hackear” los e-mails del Comité Nacional Demócrata y del jefe de campaña de Hillary Clinton, John Podesta; los filtraron a Wikileaks, y su publicación dañó tanto a Hillary Clinton que le hizo perder las elecciones. Así, Rusia manipuló a los electores norteamericanos.

Putin debe de sentirse muy orgulloso de que se le reconozca tanto poder. Pero, aunque esto fuera cierto (cosa que hasta ahora nadie ha demostrado), solo revelaría la ingenuidad del partido demócrata, incapaz de defenderse ante los piratas informáticos, y las propias maniobras ocultas del Comité Nacional para favorecer a Clinton frente a Sanders. También resultaría bastante humillante que la primera potencia mundial fuera tan fácilmente manipulable por un poder extranjero.

Pero, en realidad, el efecto de estas revelaciones en el resultado electoral fue mínimo frente a otros factores. Es muy discutible que la gente votase en función de lo que escribiera o dejara de escribir en sus e-mails John Podesta, que sigue siendo un perfecto desconocido para la gran mayoría. Desde luego, nada comparable al efecto de las recetas simplistas de Trump, su apelación al orgullo nacional con el “America first” y su desinhibido estilo populista.

Que Putin prefería la victoria de Trump es claro, y que haya hecho lo que estuviera a su alcance para favorecerlo, también. Pero de ahí a demostrar que Trump se puso de acuerdo con Putin para sabotear a su rival y que esto bastó para  cambiar el signo de las elecciones hay un trecho que por el momento solo lo ha recorrido la imaginación.

No hace falta ser ningún fan de Trump para advertir que desde el primer momento sus adversarios no se han limitado a criticar sus políticas, sino que buscan deslegitimarlo, atribuyendo su triunfo a maniobras fraudulentas. Y esto da origen también a un doble rasero en la calificación de hechos.

Si una filtración de informaciones proviene de Wikileaks y beneficia a Trump, es una maniobra orquestada por los rusos para subvertir la democracia americana. Pero si se filtran documentos del FBI que pueden perjudicar a Trump es una útil y legítima fuente de información.

La falta de pruebas no descalifica del mismo modo según quien la esgrima. Aunque no haya pruebas, los demócratas y la prensa afín pueden dictaminar que la hipótesis de la colusión entre Trump y Putin es “seria” y merece ser investigada. Como también fue seria en otro momento la tesis –por el momento aparcada– de que Moscú tenía material comprometedor que podía utilizar contra Trump. Pero si Trump responde a este juego con otra denuncia sin pruebas, como que Obama le espió, entonces no es más que una cortina de humo sin base.

Si Trump denuncia a parte de la prensa como “enemigos del pueblo” es una prueba de su retórica extremista; pero basta calificar a Trump de “fascista” para tener carné de defensor de la democracia.

Haber tenido algún contacto con el embajador ruso en EE.UU., el dinámico Serguéi Kisliak, admite también diversas lecturas. Si se trataba de un candidato al gobierno de Trump, haber hablado con el embajador equivale a una reunión de compinches para sabotear la democracia, lo que le descalifica para el puesto; pero si luego resulta, como ha resultado, que también se entrevistó con destacados políticos demócratas, esto no es más que un ejemplo de relaciones habituales. Por otro lado, ¿no es normal que un embajador procure hablar con políticos de todos los lados para recabar información y saber qué opinan?

La pista de la supuesta “trama rusa” debería llevar a decisiones de Trump que favorezcan los intereses de Putin. Sin embargo, su primer presupuesto prevé un aumento del 10% en un ya abultado capítulo de Defensa, lo que no debe de haber hecho muy feliz al presidente ruso. En vez de la paloma de la paz ruso-americana, nos encontramos con un halcón que quiere que “EE.UU. vuelva a ganar guerras”.

Hasta ahora, los halcones americanos buscaban la confrontación con Rusia, mientras que la izquierda liberal subrayaba las virtudes del diálogo y la influencia del soft power. En cambio, ahora parece que para los críticos de Trump, la Guerra Fría no ha terminado y cualquier entendimiento con la Rusia de Putin es anatema.

Si algo enseña el episodio del macarthismo es a no confundir los hechos con las sospechas, a no perseguir a los adversarios políticos en nombre de la seguridad nacional, y a evitar los linchamientos mediáticos que crean un clima de histeria.

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