Demasiada ética

A la hora de vender, el adjetivo “ético” se ha convertido en un nuevo distintivo. Ya no basta “ecológico” o “sostenible”. “Ético” engloba una perfección más omnicomprensiva. Los productos éticos son los que pueden demostrar que no son dañinos para el planeta, para los animales, para los humanos. No importa solo su contenido, sino cómo son producidos. Ahí se incluyen productos de agricultura orgánica, bienes producidos a partir de materiales reciclados, comercio que asegura justos salarios a los trabajadores o carne de animales criados y sacrificados de un modo “humanitario”. Puede aplicarse a un sinfín de artículos, por ejemplo, almohadas éticas, con las que, gracias al algodón orgánico y reciclable de que están hechas, uno puede dormir con buena conciencia, si es que su elevado precio no le quita el sueño.

Aunque el estampillado ético esté ya tan extendido que mueve al escepticismo, he de reconocer que me sorprende oír hablar de “porno ético”. Por lo visto, la industria pornográfica no quiere quedarse atrás, sobre todo cuando su consumo ha pasado de semiclandestino y vergonzante a producto de masas. Nunca se ha considerado la industria del porno como un posible modelo de buenas prácticas. Pero, si se trata de que su actividad sea vista como un producto más en el mercado, hoy necesita un maquillaje ético.

Según algunas elaboradas definiciones, el “porno ético” sería el producido de un modo consensual, en un ambiente que subraya la seguridad y el respeto de los trabajadores, sin desigualdades de género. Aunque la pornografía siempre ha humillado a la mujer, ahora puede haber también un “porno feminista”, que, según dicen sus defensoras, “empodera a quienes lo hacen y a quienes lo ven”. Y, no lo olvidemos, el porno ético sería un porno de pago, pues si no, ¿cómo va a poder pagar salarios justos y mejorar las condiciones de trabajo?

Cuando incluso la pornografía puede ser promovida con el distintivo “ético”, cabe preguntarse si la etiqueta ha perdido su significado. En vez de calificar la bondad o maldad de una acción, el concepto se desliza hacia el modo en que se produce. No importa lo que pretende la acción, sino el instrumento y las condiciones que la hacen posible.

En esta línea, también cabría hablar de una “prostitución ética”, siempre y cuando respetara los derechos de las trabajadoras del sexo y unas sanas condiciones laborales. O de una “cocaína ética”, producida de un modo respetuoso con el medio ambiente y con justas ganancias para los cultivadores. Y cómo no recordar que la mafia tiene sus propias reglas del juego, un código de “buenas prácticas” gansteriles que tradicionalmente ha respetado, aunque solo en beneficio de “la familia”.

Si la industria pornográfica, o el negocio del sexo y de la droga, nunca se han caracterizado por usar medios éticos es porque su fin tampoco lo es. El fin contamina los medios. Lo vemos también por sus consecuencias en las vidas de los consumidores adictos.

Alarmados por las agresiones sexuales a mujeres, en España empieza a hablarse de la influencia del consumo de porno entre los jóvenes y de la visión deformada del sexo que esto produce. Antes esta inquietud parecía reservada a círculos conservadores, mientras que para los progresistas la pornografía era un subproducto de una época reprimida, que quedaría arrinconada por la sana educación sexual de hoy. Pero, al igual que ha ocurrido con la prostitución, el resultado es que lo que era minoritario se ha normalizado. Cuando el porno está a poco más de un clic en el móvil, el control y el autocontrol es cada vez más difícil.

Ahora los estudios indican que cada vez se ve más pornografía, más violenta y a edades más tempranas. Y cuando la pornografía se convierte en la educadora sexual de los adolescentes, no cabe esperar que tengan una actitud muy respetuosa hacia la mujer. Si a esto se une la intolerancia hacia la frustración, la importancia de satisfacer sin demora el propio deseo, y una educación sexual limitada a lo fisiológico y sin educación del carácter, no puede decirse que estén muy bien equipados para afrontar el reclamo de la pornografía.

Pero antes de lamentar que los adolescentes no estén recibiendo la educación sexual que necesitan, hay que pensar en cómo influye –en jóvenes y adultos– la aceptación social de la pornografía. El mismo calificativo de “contenido para adultos” es ya engañoso. En realidad, la pornografía apela a lo menos maduro en un adulto, a lo más hormonal e instintivo. Es un contenido tóxico para cualquier edad.

Sin embargo, los estudios de opinión revelan que cada vez se ve con más normalidad. En EE.UU. la encuesta Gallup sobre Valores muestra que el porcentaje de americanos que dicen que la pornografía es “moralmente aceptable” ha crecido del 36% en 2011 al 43% en 2018. El porcentaje es siempre mayor entre los no casados que entre los unidos en matrimonio. Algunos sociólogos han empezado ya a preguntarse qué efectos va a tener el consumo de porno durante años en la calidad y estabilidad de los matrimonios de estos adictos, que ven la sexualidad bajo este prisma deformante. Otros encuentran una relación entre el creciente uso de la pornografía entre los jóvenes y su mayor sensación de soledad y aislamiento.

Pero la extensión del consumo nunca ha sido un aval suficiente de que un producto sea sano. Si el producto es nocivo, lo que indica es que se ha convertido en un problema de salud pública. Y da la impresión de que la pornografía ha alcanzado ya ese nivel.

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