Del verde al amarillo

Antes de que empezara la Conferencia mundial sobre el clima en Katowice el 2 de diciembre, los activistas de Greenpeace se infiltraron en la mayor central térmica de Polonia y escalaron una torre de 180 metros para protestar contra el uso del carbón en la producción de energía. Pero las fotos que han dominado la actualidad periodística han sido las de los “chalecos amarillos” ocupando el Arco del Triunfo en París, en medio de nubes de gases lacrimógenos, para protestar contra la subida de la tasa a los carburantes, que al final Macron ha tenido que retirar. Dos imágenes que ilustran los dilemas de la lucha contra el llamado cambio climático: es más fácil denostar lo que contamina que pagar por lo que contaminará menos.

Antes de la Conferencia de Katowice, en la que se deben adoptar reglas que permitirán hacer operativo el Acuerdo de París con el objetivo de limitar el calentamiento del planeta, se dieron a conocer las últimas cifras sobre las emisiones mundiales de dióxido de carbono. No son alentadoras. La producción de dióxido de carbono por la combustión de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) y de cementeras creció un 2,7% en 2017. China (28% del total de emisiones mundial), Estados Unidos (15%) y la India (7%) ocupan el pódium de los países más contaminantes, si bien, en relación con su población, son los EE.UU. los que emiten más toneladas de CO2 por habitante (16 toneladas), seguidos de la Unión Europea y China (7 toneladas cada una).

Como dato positivo, en la Unión Europea se ha registrado una baja del 0,7% de las emisiones gracias al aumento de las energías renovables. Francia está en el puesto 19 en cuanto a emisiones de CO2, y figura entre los 19 países que en el decenio 2008-2017 han reducido sus emisiones a pesar del crecimiento económico.

Los expertos no se cansan de decir a los políticos que hay que hacer más y mucho más rápido, para luchar contra el cambio climático. Las emisiones deberían bajar un 25% de aquí a 2030 para no superar un calentamiento de 2º C y un 50% para permanecer por debajo de 1,5º C, según los objetivos del Acuerdo de París de 2015.

Es lo que pretendía acelerar Macron con el aumento de la tasa a los carburantes para reducir la dependencia de los combustibles fósiles. Pero lo que ha logrado ha sido despertar la cólera agazapada de una protesta social que nadie había previsto ni nadie ha liderado. La tasa a los carburantes se ha convertido así en el gatillo que ha desencadenado el malestar social frente a un poder político que se considera tan modernizador que no necesita contar con los que están quedándose atrás.

Aunque luego se haya sumado otras muchas reivindicaciones, la protesta de los “chalecos amarillos” es la primera y más amplia protesta social contra una transición ecológica impuesta sin contemplaciones ni explicaciones.

Tampoco puede decirse que los franceses sean alérgicos a la fiscalidad. Francia es el país de la OCDE donde los impuestos suponen un porcentaje mayor del PIB (un 46,2%), y ocupa el quinto lugar dentro de la UE en cuanto al nivel de precios de la gasolina y del diésel (con tasas que equivalen al 60% del precio). Así que un nuevo aumento de la fiscalidad de la gasolina ha colmado el vaso de la cólera sobre todo en las zonas rurales donde mucha gente necesita más el coche para desplazarse al trabajo y llevar a los hijos a la escuela. La Francia rural y de clase media baja se ha sentido ninguneada por un poder urbanita engreído en su afán reformador. Y, como han experimentado todos los últimos presidentes franceses, de derechas y de izquierdas, no hay nada que movilice más el espíritu revolucionario ciudadano que el deseo de que no le obliguen a cambiar.

La protesta francesa tiene su perfil específico, debido a la animadversión que muchos sienten contra Macron, visto como un representante de las clases altas. No deja de ser llamativo que la caída de la popularidad del reformador Macron haya sido más rápida y profunda que la del millonario Trump en EE.UU.

Pero, más allá del caso francés, cabe ver ahí el problema político al que se enfrenta hoy la transición ecológica. Las políticas “verdes” se suelen presentar como causas populares, solo frenadas por intereses de poderes oscuros minoritarios. Pero, por el momento, las energías renovables y la lucha contra la contaminación encarecen las facturas de los consumidores y exigen a todos cambios dolorosos.

Los políticos tienen que encontrar incentivos que impulsen a la gente a depender menos de las energías fósiles, sin exigir un desproporcionado esfuerzo de adaptación a los más débiles ante el cambio. Las tasas tienen ahí su papel, pero sin duda deben formar parte de un plan integral más elaborado.

Nada de esto será fácil ni indoloro. Como dijo una vez el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, a propósito de las medidas económicas que exigía la crisis: “Todos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo ser reelegidos después de haberlo hecho”.

Quizá Macron tampoco lo sabe. Por el momento, la retirada de la tasa a los carburantes y las medidas de aumento del poder adquisitivo van a costar al presupuesto unos 10.000 millones de euros. Esto podría llevar el déficit público –un 2,7% en 2017– más allá del 3%, tope admitido por Bruselas. ¿La transición ecológica exigiría saltarse las reglas de una economía sostenible? Cómo luchar contra el calentamiento global sin calentar el motor económico es todo un reto de nuestro tiempo.

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1 respuesta a Del verde al amarillo

  1. Françi)ois Clemente dijo:

    Francia no es el pais que contamina mas que los otros.
    Por qué empezar por Francia que utiliza menos combustible fósiles que otros paises de la EU ? La energia nuclear es por el momento interesante. Otros paises de EU deberian hacer mas y sin tener problemas económicos graves como los que hay ahora en Francia

    Cordialemente

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