Campeones esquizofrénicos de la libertad

En 1989 el Tribunal Supremo de EE.UU. estableció que la quema de la bandera nacional en manifestaciones pacíficas no era un delito, sino un acto por el que se ejercía la libertad de expresión. La sentencia –apoyada entre otros por dos jueces de los considerados más conservadores– levantó ampollas en un país donde la gente planta la bandera a la puerta de la casa y del negocio. Pero la bandera sigue tan omnipresente como de costumbre, y no parece que quemarla otorgue ningún rédito político.

Hacer compatible la libertad de expresión con el respeto debido a las personas y a las instituciones y símbolos del Estado exige siempre un difícil equilibrio. Aquí el asunto ha vuelto a la actualidad con motivo del próximo ingreso en prisión del rapero Pablo Hásel, condenado a nueve meses de cárcel por enaltecimiento del terrorismo e injurias contra la Corona. No creo que la libertad de expresión ni la creación artística queden muy enaltecidas con los exabruptos del rapero. Pero lo que hay que ver es si ese mensaje forma parte del precio a pagar por el respeto a la libertad de expresión, igual que se tolera la telebasura, y si la amenaza de cárcel es un instrumento oportuno para evitar las ofensas a las instituciones del Estado y a otros sentimientos.

Esto tiene el peligro evidente de volver a recrear un “delito de opinión” que parecía superado. El gobierno español ha comprendido este riesgo y el Ministerio de Justicia ha anunciado que estudia la posibilidad de reformar los artículos del Código Penal que se refieren a los llamados “delitos de expresión”. Estos preceptos castigan actualmente delitos como los de enaltecimiento del terrorismo, contra los sentimientos religiosos, injurias a la Corona y a las instituciones del Estado. La reforma iría en la línea de castigarlos por la vía de las injurias, con penas disuasorias pero no privativas de libertad.

Adelantándose al Gobierno, Unidas Podemos se ha apresurado a registrar en el Congreso una proposición de ley para suprimir los tipos penales específicos que castigan estas conductas. La propuesta se presenta como un avance hacia una plena libertad de expresión. Argumenta –a mi juicio con acierto– que las restricciones a la libertad de expresión “deben ser muy medidas y justificadas, con sanciones proporcionadas y sin que en ningún momento estas restrinjan el debate público y la libre participación política de la ciudadanía”. Añade que solo aquella apología de odio por origen nacional, racial o religioso que incite a la hostilidad o a la violencia debe estar prohibida por ley.

Para argumentar que desaparezca el delito contra los sentimientos religiosos, Podemos afirma que “en un Estado aconfesional no han de primar los sentimientos de unos ciudadanos frente a otros”. Es decir, todo lo contrario del principio que se consagra en el proyecto de “ley trans” del Ministerio de Igualdad, donde el sentimiento de ser del otro sexo se impone a la realidad biológica y a lo que puedan pensar los demás.

Pero nunca viene mal que surjan campeones de la libertad de expresión, aunque serían mejor recibidos si aplicaran su defensa en todas las justas. Uno se pregunta si estos adalides de la libertad de expresión de Unidas Podemos son los mismos que en 2017 registraron una proposición de “Ley contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género”. En ella se proponía sancionar como infracción grave el “proferir expresiones, imágenes o contenidos de cualquier tipo que sean ofensivas o vejatorias por razón de orientación sexual, identidad o expresión de género o características sexuales contra las personas LGTBI o sus familias en cualquier medio de comunicación, en discursos o intervenciones públicas”. Aquí la ofensa se mediría por el sentimiento subjetivo de quien se siente molesto porque otro no comparte o critica su ideología sexual.

Ni tan siquiera tendría que decidirlo un juez. Podemos proponía crear una agencia estatal que tendría competencia para instruir y resolver los expedientes administrativos del régimen sancionador en esta materia. Y no eran sanciones de poca monta, pues podría imponer multas de hasta 45.000 euros, la suspensión de actividades, la privación de licencias, la prohibición de recibir ayudas públicas o contratar con la Administración, el decomiso y destrucción del material incriminado, y la retirada de contenidos en Internet.

Creíamos que la posibilidad de que un funcionario, y no un juez, decidiera la retirada de contenidos y las multas a publicaciones se había acabado con el franquismo. Pero Podemos proponía reeditarlo, aunque para silenciar otros contenidos ante los que ellos y ellas se rasgan las vestiduras. Los mismos que se habían desgañitado clamando contra lo que llamaban “ley mordaza” proponían crear otra para que ciertas ideas sobre la sexualidad se consideraran canónicas y no debatibles.

Por eso, este súbito entusiasmo de Podemos por la libertad de expresión resulta sospechoso para muchos. Da la impresión de que quieren barra libre para arremeter contra cosas que no les gustan (la Corona, la religión, los jueces, la unidad de España…), mientras pretenden que quienes critican ideas que ellos consideran intocables no puedan debatirlas ni en terrazas al exterior.

Delitos de odio

Si el Gobierno tiene efectivamente la idea de sacar estas conductas del Código Penal, puede aprovechar la ocasión para delimitar muy bien los llamados “delitos de odio”, que se denuncian con tanta facilidad en estos tiempos y que pueden suponer un recorte de la libertad de expresión.

Cada vez más colectivos orgullosos de su identidad se declaran ofendidos y esgrimen su condición de víctimas en cuanto alguien critica o bromea sobre sus pretensiones y actitudes. La opinión adversa no es vista ya como una discrepancia que puede ser rebatida, sino como un “discurso del odio” que exige ser castigado a golpe de Código Penal. En algunos casos puede ser delito, si de hecho se trata de incitar públicamente “al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a un grupo” (art. 510 del Código Penal). Pero también puede ser que en estos tiempos de políticas identitarias haya grupos cada vez más susceptibles.

La realidad es que cada año crecen las denuncias por supuestos delitos de odio en España. Según el balance del Ministerio del Interior, en 2019 la policía registró 1.706 denuncias, lo que supone un 6,8% más que en el año anterior. Es significativo que las motivaciones más comunes de las denuncias por delito de odio fueron la “ideología” (35%), el “racismo y la xenofobia” (30%) y la “orientación sexual e identidad de género” (16%), mientras que las “creencias religiosas” solo se invocaron en el 4% de los casos. Aunque yo no lo interpretaría como que las creencias religiosas son más respetadas, sino que hay otros lobbies más susceptibles y poderosos a la hora de hacer valer su condición de víctimas.

Es verdad que una cosa son las denuncias y otras las condenas en los tribunales, mucho menos frecuentes. En estas denuncias hay también mucho postureo político, y los partidos –especialmente Podemos– han utilizado con frecuencia este recurso para estigmatizar e intentar silenciar a otros.

Recurrir al Derecho Penal para combatir la incitación al odio tiene bastantes problemas, como advierten los juristas. La misma imprecisión del concepto de “odio” puede dar lugar a que se castiguen expresiones y actitudes vitales que, aunque sean molestas para otros, entran dentro de la libertad de expresión. Son leyes que tienen un carácter expansivo, tanto en las posibles ofensas englobadas como en los motivos por los que puede darse la ofensa o la discriminación (raza, etnia, sexo, religión, orientación sexual, identidad de género, edad, discapacidad, ideología…por el momento falta el peso, pero ya llegará). Rara vez requieren estos delitos que haya una víctima concreta, sino simplemente un grupo indeterminado de presuntas víctimas ofendidas. Así que son leyes que solo protegen por lo general a personas que pueden integrarse en un cierto “colectivo” vulnerable, y los colectivos protegidos suelen ser los de mayor influencia política.

Me temo que en estos momentos la libertad de expresión está más limitada por el continuo uso y abuso de estos supuestos delitos de odio que por las mordazas de las que nos quiere liberar Podemos.

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