Blasfemias religiosas y profanas

Blasfemias religiosas y profanasEl príncipe jordano Zeid Ra’ad Zeid al-Hussein será a partir de septiembre el nuevo Alto Comisario para los Derechos Humanos de la ONU, con sede en Ginebra. Hasta ahora embajador de Jordania en EE.UU., su nombramiento ha sido bien acogido en general por las organizaciones de derechos humanos, por su pasado apoyo a la constitución del Tribunal Penal Internacional y por ser un posible puente entre Occidente y los países islámicos. La monarquía hachemita, a la que pertenece, tiene fama de ser un poder moderador en una comunidad árabe que no suele destacar por su apoyo a la causa de los derechos humanos.

A pesar de todo, su nombramiento también ha despertado críticas, como la del director de Freedom Rights Project, Jacob Mchangama. Este le reprocha haber promovido, cuando era representante de Jordania en la ONU,  las propuestas para “combatir la difamación de la religión”, impulsadas por los países de la Organización para la Cooperación Islámica (OIC).  Estos países islámicos habían iniciado una campaña que, en nombre de la libertad religiosa, pretendía lograr una prohibición mundial de la “blasfemia”. Estaban indignados por episodios como el  de la caricatura de Mahoma caracterizado de terrorista, publicada por el diario danés Jyllands-Posten, que provocó manifestaciones de protesta en los países musulmanes.

Gracias a estos esfuerzos, consiguieron que la Asamblea General de la ONU aprobase en 2010 una resolución en la que se elogiaba “los recientes medidas tomadas por algunos Estados miembros para proteger la libertad religiosa a través de la promulgación o refuerzo de leyes para impedir el vilipendio de la religión y los estereotipos negativos sobre los grupos religiosos” y se urgía a la comunidad internacional a seguir estos pasos.

Los países occidentales se opusieron a esta pretensión islámica, alegando que, para evitar la “difamación de la religión”, se utilizaban los derechos humanos como un arma para eliminar la libertad de expresión y el derecho a disentir. Como tantas otras resoluciones de la Asamblea General de la ONU, ésta no pasó de ser un  brindis al sol. Pero no es nada baladí en países de la OIC como Pakistán, Irán, Arabia Saudí y Egipto, que siguen persiguiendo el delito de “blasfemia” (contra la religión islámica), a menudo tomando como víctimas a miembros de minorías religiosas o a pensadores musulmanes disidentes.

Pero los países occidentales, campeones de la libertad de expresión y del derecho a disentir, están impulsando ahora leyes que pretenden perseguir su particular delito de blasfemia, aquí bautizado como “hate speech”, el lenguaje del odio. También aquí se trata de proteger algo que el Occidente actual considera sagrado, el respeto a las minorías,  en particular al grupo LGTBI (si me olvido alguna letra, añádase a voluntad). En principio, el deseo de defender el respeto a todas las personas es positivo, igual que lo es la defensa de la libertad religiosa. El problema comienza cuando se considera una falta de respeto la crítica a las ideas sobre la sexualidad que defienden algunos, y se descalifica como “lenguaje de odio” la oposición a sus pretensiones.

Así, en el llamado informe Lunacek, aprobado este año por el Parlamento Europeo como hoja de ruta para legitimar las posturas defendidas por los LGTBI, se pide considerar como delito “expresiones de racismo y xenofobia, incluidas otras formas de incitación al odio y al prejuicio, también por motivos de orientación sexual e identidad de género”.  Y el Comité de Derechos de la Mujer y de Igualdad de Género, que apoyó la propuesta, pedía a los Estados miembros que aseguraran a los LGTBI la protección contra “el lenguaje de odio homófobo”.

Desde luego, la incitación al odio contra cualquiera es condenable. El asunto espinoso es qué se considera como tal, cuando la redacción es tan vaga. ¿Será un lenguaje odioso decir que es mejor que un niño tenga padre y madre, en vez de una pareja del mismo sexo? ¿Será una falta de respeto disentir de la idea del matrimonio entre personas del mismo sexo o negarse a legalizar los vientres de alquiler para que parejas de este tipo pueden satisfacer sus deseos de paternidad?

Últimamente los activistas homosexuales –antes víctimas, hoy orgullosos– reaccionan ante cualquier rechazo a sus pretensiones con la misma indignación que un ulema fundamentalista ante un agravio al Corán. Con el mismo celo que los miembros de la OIC querían  impedir “el vilipendio de la religión y los estereotipos negativos sobre los grupos religiosos”, los LGTBI pretenden imponer sus ideas escudándose contra la ofensa a la homosexualidad y los estereotipos negativos sobre ellos. Habría que ver qué pasaría hoy si el humorista danés publicara una caricatura ridiculizando a los activistas gays como la que publicó sobre Mahoma. ¿Se defendería su  libertad de expresión?

La mejor solución es respetar los derechos humanos de las personas, en cuanto personas, no como miembros de grupos. En 2011, EE.UU. y la OIC llegaron a un compromiso, dentro del Human Rights Council, para proteger a las personas (no a las religiones), de cualquier discriminación e intolerancia antirreligiosa, y, a la vez, promover “un debate abierto, constructivo y respetuoso”. La libertad de expresión incluye también el derecho a criticar las religiones, incluso aunque los creyentes pueden sentirse ofendidos. Si no, habría que silenciar a gente como Richard Dawkins.

Pues lo mismo vale para otras creencias seculares. También sería un buen camino evitar que se niegue a los homosexuales los derechos que les corresponden como ciudadanos, en lugar de crear leyes específicas para protegerlos como un grupo aparte. Otra cosa es que se quiera cerrar cualquier debate, como si estuviéramos ante un nuevo tabú del que sería blasfemo discrepar.

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