Objetores incómodos

La reciente película de Steven Spielberg The Post, sobre la publicación de los Papeles del Pentágono en 1971, ha devuelto a la actualidad una historia que pone de relieve los conflictos entre la responsabilidad ética y los imperativos de la política. La publicación de los documentos top secret por parte del New York Times y el Washington Post, avalada luego por una sentencia del Tribunal Supremo, marcó un hito en la defensa de la libertad de prensa frente al poder. Pero en el origen de la historia hay un hombre, Daniel Ellsberg, que decide romper el silencio que le imponía la ley para seguir la voz de su conciencia.

Daniel Ellsberg, que había trabajado para el Departamento de Defensa, era consciente de que las sucesivas administraciones estaban dando al pueblo una información parcial y deformada sobre la implicación de EE.UU. en Vietnam, y la publicación de esos documentos clasificados fue su contribución para poner fin a la guerra. Aun después de que el Tribunal Supremo autorizara a la prensa la publicación, Ellsberg fue imputado en 1973 por robo y divulgación de documentos secretos. En el juicio, Ellsberg alegó: “Sentía que, como ciudadano americano, como ciudadano responsable, no podía seguir cooperando en ocultar al público americano esta información. Lo hice claramente a mi propio riesgo y estoy dispuesto a responder de las consecuencias de mi decisión”. Finalmente el juez anuló los cargos por irregularidades procesales.

Ellsberg no quería prestar su cooperación a algo que consideraba un mal para toda la sociedad. Y su objeción ética provocó un debate nacional que fue el principio del fin de la guerra.

Casi coincidiendo con el estreno de la película leo la noticia, en The Washington Post precisamente, de que el Departamento de Sanidad americano ha creado una nueva Oficina de derechos civiles para proteger a los profesionales sanitarios que por razones éticas o religiosas rechazan participar en ciertas intervenciones, entre las que se mencionan explícitamente el aborto, la esterilización y el suicidio asistido o eutanasia. Esta oficina estudiará las quejas de profesionales que sean obligados por sus empleadores a “realizar, intervenir o ayudar” en procedimientos que son contrarios a sus convicciones. Si la queja sobre coerción o sanción resulta ser verdadera, la institución empleadora podría perder la financiación federal.

Ya actualmente las leyes vigentes prohíben que las instituciones que reciben fondos públicos federales obliguen a sus empleados a realizar intervenciones a las que ellos objetan por motivos éticos o religiosos. Pero el clima preponderante en la Administración condiciona la aplicación de estos criterios. Bajo la Administración Obama, la autonomía del paciente estaba por encima de las convicciones de la institución; en cambio, la Administración Trump ha reconocido con más amplitud el derecho de las instituciones y de los profesionales sanitarios a actuar de acuerdo con sus convicciones.

Es curioso que la objeción de conciencia, tan alabada en casos como el de los Papeles de Pentágono, ponga en cambio nerviosos a muchos cuando se trata de las conciencias de los profesionales sanitarios. En este caso se dice que los sanitarios imponen sus propias convicciones y discriminan a los pacientes al negarse a realizar intervenciones que estos reclaman por ser legales. Pero el hecho de que una intervención sea legal no implica que un médico esté obligado a realizarla en contra de sus convicciones. Y especialmente cuando no se trata de intervenciones para recuperar y mantener la salud, sino para anular capacidades vitales, como ocurre en el caso del aborto, la esterilización o la eutanasia. Si se trata de respetar la autonomía tanto del médico como del cliente, lo lógico sería que el paciente buscara la colaboración de un médico que compartiera sus ideas.

Por otra parte, muchos de los que critican este “obstruccionismo” de los objetores sanitarios, ven con buenos ojos las objeciones con las que simpatizan. Así, aunque la ley reconozca un derecho incondicional al aborto, la defensora a ultranza de los derechos reproductivos de la mujer apoyaría a la doctora que se niega a realizar un aborto por razón del sexo cuando una pareja no desea una niña. Y aunque la pena de muerte esté reconocida en 31 estados de EE.UU., las compañías farmacéuticas que se niegan a proporcionar sus fármacos para la inyección letal son vistas con aprobación, sin que nadie les acuse de imponer sus propias convicciones. Del mismo modo, para los contrarios a la política migratoria de Trump, la objeción de las “ciudades refugio” merece aplausos aunque suponga ignorar la ley.

En último término, lo que molesta en el caso de los profesionales sanitarios no es su negativa, sino el reproche ético que supone la objeción. Y así como Nixon acusaba a los periódicos de poner en riesgo la seguridad nacional, los contrarios a los objetores de conciencia les culpan de poner en cuestión los valores que se intentan presentar como la nueva normalidad social.

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