Masculinidad sin misoginia

CC. Jörg Bittner Unna

En algunos ambientes es difícil hoy hablar de masculinidad a no ser que se le añada en seguida el adjetivo “tóxica”. Lo masculino está bajo sospecha. Rasgos asociados tradicionalmente a la personalidad masculina –al menos como ideal– son vistos desde una perspectiva negativa. La fortaleza, la asertividad, la valentía, el gusto por el riesgo y la competición, el aguante, el afán de desarrollar la propia potencia, la magnanimidad en los proyectos… son considerados más como gérmenes de prepotencia que como cualidades valiosas. Para algunas tendencias feministas, con los mimbres de esa masculinidad se construye el dominio patriarcal que habría que erradicar. Por eso propugnan una “nueva masculinidad”, que en un diseño de laboratorio haría a los hombres menos tóxicamente masculinos y más proclives a rasgos femeninos, con lo que la sociedad entera saldría ganando y las mujeres se sentirían más seguras.

Cabría esperar que desde esta perspectiva el feminismo revalorizara modos de actuar y metas propias de las mujeres. Sin embargo, en muchos casos ocurre lo contrario: envían el mensaje de que los hombres son el estándar por el cual las mujeres deben ser medidas. Como observa la socióloga Mary Eberstadt en Gritos primigenios (Rialp), las mujeres que no pueden o no quieren competir en términos masculinos –en el trabajo, en el sexo, en la vida social…– no son tan valoradas como las que se comportan más como los hombres. “Desde la cultura popular hasta los deportes, desde la escolarización hasta el hogar, las mujeres que ‘se inclinan’ hacia lo masculino son mucho más propensas a ser recompensadas que las mujeres que no lo hacen”. Mientras que las que privilegian la dedicación de tiempo y talento a la familia y a la crianza de los hijos resultan menos valoradas.

Incluso se pone un empeño especial en que las mujeres elijan estudios donde predominan los hombres, como ingeniería o informática, en vez de dejar que cada una escoja lo que le interesa y, a la vez, revalorizar social y económicamente carreras que suelen atraer más a las mujeres.

Esta asunción de un estilo masculino se nota también en el feminismo más aguerrido, como hace notar la misma Eberstadt: “En un mundo donde el sexo libre ha hecho que la compañía masculina sea más problemática que antes, algunas mujeres han adoptado la coloración protectora de las características masculinas: bravuconadas, lenguaje soez, beligerancia, actitudes desafiantes y, según sea necesario, promiscuidad, o al menos la legitimación de esta”. Paradójicamente, estas características propias de una masculinidad verdaderamente tóxica son ahora utilizadas también por las que quieren combatirla.

Por supuesto, siempre habrá que luchar contra los casos de abuso y acoso que algunos hombres cometen. Pero presentar esa patología como algo intrínseco a la condición masculina no pasa de ser una premisa ideológica. Y es curioso que después de tanto denunciar los estereotipos sexuales, se fabrique un nuevo cliché del hombre como opresor y acosador sexual sistemático.

Para luchar contra la posible prepotencia del varón no se trata de renegar de cualidades propias de la masculinidad, sino de encauzarlas de un modo constructivo. La psicoterapeuta italiana Mariolina Ceriotti Migliarese lo ha señalado inteligentemente en su libro Masculino. Fuerza, eros, ternura. A su juicio, el problema es que cierto feminismo “no llega a entender que tanto la impotencia como la prepotencia son degeneraciones del verdadero don de la masculinidad, que consiste en la potencia buena, fecunda y fecundante, de la que el mundo y también la mujer seguimos teniendo una extrema necesidad”. No necesitamos hombres más débiles, sino hombres que sepan orientar sus impulsos para construir el bien: “El varón se vuelve adulto cuando ha aprendido a transformar la pulsión agresiva/deseosa en capacidad afirmativa, y en aquella fuerza creativa que es capaz de activar y fecundar la realidad: su potencia”.

La denigración sistemática de la masculinidad y el intento de educar a los niños como si no se distinguieran de las niñas, solo ha llevado a crear hombres más frágiles y desorientados. Y las mujeres no ganan nada con ello. Pues lo tóxico no está en la masculinidad sino en la misoginia.

Fragilidad narcisista

En la masculinidad de otros tiempos había elementos negativos, que en buena parte se han ido superando. El propio ascenso social y educativo de la mujer ha provocado también un cambio en las actitudes masculinas. La idea de un patriarcado inamovible, tan opresor en el siglo XXI como en el Imperio romano, no es más que un constructo social del discurso victimista. Pero si algo puede perjudicar a las mujeres de hoy no son las cualidades propias de la masculinidad, sino su carencia.

Hoy día la preocupante “masculinidad tóxica” es más bien lo que Mariolina Ceriotti diagnostica como “fragilidad narcisista” en varones desorientados, algo que ve a menudo en su consulta y que tiene diversos síntomas: bloqueo decisional ante las múltiples posibilidades de su futuro, ansia de recompensa rápida, excesiva atención a su aspecto físico, dificultad para conciliar afectos y trabajo, falta de capacidad de escucha, necesidad de proyectarse siempre al exterior por temor a estar solos… En cuanto a la sexualidad, advierte que “ha adquirido una derivación pornográfica preocupante, y la actitud en relación con las chicas es con frecuencia depredadora”. O, como dice con ironía el pensador canadiense Jordan Peterson, “si piensas que los hombres duros son peligrosos, espera a ver de lo que son capaces los débiles”.

Se diría que la masculinidad que resulta tóxica para la mujer de hoy no se deriva de la potencia del hombre sino de su fragilidad y confusión. En las relaciones entre hombres y mujeres, dice Eberstadt, la sobreabundancia de parejas sexuales ha hecho que sea más difícil retener a cualquiera de ellas, y el descenso del valor del matrimonio, que era lo que antes captaba la atención definitiva del hombre, complica aún más contar con su compromiso. Al cabo de varias décadas de revolución sexual, muchas mujeres occidentales experimentan que ha servido más para liberar a los hombres y facilitar el sexo sin compromiso que para avanzar en respeto a la mujer.

Por eso, Eberstadt piensa que la retórica malhumorada y furiosa del feminismo responde a una sensación de vulnerabilidad. “Son estrategias diseñadas para compensar la escasez de una atención masculina duradera y, en concreto, la ausencia de protección masculina”. El combate feminista de hoy promete así proporcionar a la mujer la ayuda que antes encontraba en los vínculos familiares. Pero luchar contra el fantasma de la “masculinidad tóxica” no va a proporcionar una verdadera alianza entre hombres y mujeres.

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