Pin parental y público escolar cautivo

Hoy día en la escuela hay que estar pidiendo permiso a los padres para los más diversos asuntos que afectan a sus hijos. ¿Una excursión escolar? Autorización de los padres. ¿Dar una medicina a un niño? Antes han de saberlo los padres. ¿Hacer una foto al niño aunque sea para la foto de la clase? No sin luz verde de los padres. ¿El menú escolar? Téngase en cuenta posibles objeciones de las familias, no vaya a ser que el niño sea vegano o musulmán que no come cerdo. Los trámites pueden ser engorrosos. Pero es el precio a pagar por el reconocimiento de la autoridad de los padres y por la diversidad de convicciones que hoy se da entre las familias.

Por eso llama la atención que algunos se hayan rasgado las vestiduras porque en la comunidad de Murcia el gobierno regional haya establecido que los colegios soliciten el permiso de los padres para que su hijo participe en actividades o charlas no académicas, impartidas por personas ajenas al claustro educativo, y que “puedan ser objeto de controversias”. Los padres tendrán que ser notificados de la actividad, del nombre y cualificación de la persona que la impartirá, para que puedan dar o no su consentimiento expreso.

Enseguida, toda la polémica sobre el llamado “pin parental” se ha centrado en las actividades sobre “diversidad afectivo-sexual” impartidas por asociaciones LGTBI ajenas a los centros educativos, aunque la orden del gobierno de Murcia se refiere a actividades en general. ¿Será que este es el único asunto de interés para actividades complementarias? ¿No indica esta fijación que estas actividades se están utilizando como un cauce para que las asociaciones LGTBI difundan su particular visión de la sexualidad a un público escolar cautivo?

El hecho de que la orden del gobierno murciano haya sido adoptada por iniciativa de Vox es motivo suficiente para que algunos la descalifiquen de entrada. Pero, en el caso que nos ocupa, para respaldarla debería bastar el artículo 27.3 de la Constitución española, que dice: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Que la concepción de la sexualidad humana no es ajena a la moral es bastante claro; y lo que ese artículo garantiza es que esa formación responda a las convicciones de las familias, no a las de determinadas asociaciones o sindicatos que creen saber mejor que los padres lo que le conviene al hijo.

Hay muchos padres, votantes o no de Vox, que no quieren que en la escuela se enseñe a sus hijos una visión de la sexualidad y de la afectividad contraria a lo que se les inculca en casa. Menos aún quieren que se transmita en la escuela una ideología de género, que, como cualquier otra ideología, debe ganarse sus adeptos en una libre discusión en la arena pública, no transmitida en los centros educativos como si fuera una doctrina oficial.

Hoy día en que tanto se habla del respeto a los distintos tipos de familia, habría que respetar también a las familias que no comparten la idea de diversidad sexual propia de las asociaciones LGTBI. Sin embargo, algunas reacciones se muestran escandalizadas de que los padres puedan retirar a sus hijos de algunas de estas actividades, e insisten en que se trata de actividades obligatorias. Porque no es que digan que el contenido de esas enseñanzas no molesta a ninguna familia, sino que mantienen que la opinión de las familias no cuenta. Pero ¿qué diríamos si la Iglesia católica se empeñara en que la clase de religión fuera obligatoria para todos los alumnos? Quizá esto indica que el ideario LGTBI funciona hoy como si contara con el respaldo de un nuevo confesionalismo de Estado. Para inculcar el respeto y la no discriminación de todas las personas, heterosexuales y homosexuales, no hace falta que la escuela avale la visión de la sexualidad propia de las asociaciones LGTBI, como si fuera una verdad indiscutible y única.

Porque, en el fondo, lo que se quiere imponer es un pensamiento único en este tema, disfrazado de diversidad. El País titula así su información sobre la orden del gobierno de Murcia: “La censura sobre la diversidad sexual entra en la escuela española”. ¿Censura? En realidad, la decisión del gobierno murciano no impide que se hable en la escuela de diversidad sexual, ni tan siquiera que se invite a las asociaciones LGTBI a hablar de ella. Simplemente, establece que la asistencia a esas actividades sea voluntaria, a juicio de las familias. La censura existe más bien cuando para defender una doctrina oficial se consagra una sola voz y se excluye cualquier otra que pueda cuestionarla. Es como si El País quisiera ser el único diario disponible, y que fuera obligatorio leerlo.

Además, el “pin parental” puede ser ejercido por todo tipo de familias del arco ideológico. Así, los padres que educan a sus hijos conforme a la ortodoxia de la diversidad sexual pueden retirar a su hijo si un día la escuela invita a dar un taller a, digamos, alguien de Hazte Oír.

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