Pensamiento crítico de barricada

La idea de pensamiento crítico evoca inmediatamente un debate intelectual, confrontación de ideas, sopesar los pros y los contras. Un pensamiento crítico sería el que no se somete a una ideología impuesta, el que no renuncia a exponer lo que cree verdadero frente a una doctrina que se presenta como la de todos. La pasión por la verdad lleva también a sospechar de los propios prejuicios, por lo que es insoslayable dialogar con los demás y escuchar lo que tienen que decir.

Si hay algún espacio público donde esto es especialmente necesario es en la Universidad, una institución dirigida a explorar el mundo de las ideas, en un clima de libertad académica y de diálogo, sin cortapisas ni imposiciones. Por eso cuando en la Universidad se oponen barricadas a la expresión del pensamiento de algunos, la institución fracasa.

En las noticias de estos días encontramos barricadas de este tipo: en algunas universidades catalanas son barricadas físicas en nombre de la acción política “correcta”; en algunas universidades francesas, barricadas culturales en nombre de lo políticamente correcto. En ambos casos, unos determinados grupos se creen autorizados a decidir por todos lo que se puede o no decir en la Universidad.

En Francia, ha sido la filósofa Sylviane Agacinski la que ha sufrido la censura. Agacinski iba a pronunciar en la Universidad de Burdeos una conferencia sobre “El ser humano en la era de su reproducción técnica”, dentro de un ciclo destinado a “promover un uso crítico de los saberes que permita pensar juntos nuestro mundo y sus retos”. Esta filósofa francesa se ha distinguido desde hace años por su oposición intelectual a la maternidad subrogada, que considera una instrumentalización de la mujer y un olvido de las necesidades del niño ante los deseos de adultos. Tampoco ha renunciado a criticar la ideología de género que intenta cancelar o reemplazar la distinción de sexos. Son posturas que ha defendido con argumentos intelectuales, criticando las manipulaciones lingüísticas y culturales con que se propugnan estos cambios.

Pero sus adversarios no parecen muy dispuestos al “uso crítico de los saberes”. Un sindicato de estudiantes de izquierdas y varias organizaciones LGTB de la Universidad de Burdeos han etiquetado a la estudiosa como una “reaccionaria, transófoba y homófoba”, y han decidido que “es peligroso e inconsciente” que la universidad ofrezca una tribuna a una persona con este tipo de discursos. Así que se declararon dispuestos a “poner en práctica todo lo necesario para que esta conferencia no tenga lugar”. Lo cual ha bastado para que la universidad, aun lamentando lo ocurrido, anule la conferencia por “no poder garantizar plenamente la seguridad de los bienes materiales y de las personas ni las condiciones de un debate vivo pero respetuoso ante amenazas violentas”.

Tampoco corren vientos favorables para el pensamiento crítico en varias universidades catalanas. En protesta contra la sentencia del Tribunal Supremo –reo de no haber aceptado como acción política normal que unos gobernantes declarasen unilateralmente la independencia de Cataluña–, grupos de estudiantes se han dedicado a ocupar las facultades, a decretar la huelga e impedir a los demás el acceso a las aulas. El espíritu que anima a estos resistentes puede quedar sintetizado en lo que declaraba una estudiante de Lleida que defendía la ocupación del Rectorado: “Siendo la Universidad un espacio para crear pensamiento crítico, creemos que en una situación tan excepcional debemos posicionarnos” (El País, 4-11-2019). Pero en este caso el “posicionarnos” no tiene nada que ver con el pensamiento, sino con ocupar la posición: se trata de poner la barricada para impedir el acceso de los que quieren ir a clase, decidiendo por todos, porque, a fin de cuentas, ellos son “el pueblo” y saben lo que al pueblo le conviene.

Las informaciones periodísticas coinciden en que hay mucha división de opiniones entre los estudiantes –como en el resto de la sociedad catalana– sobre el independentismo, la oportunidad de las huelgas universitarias y la protesta contra “la represión”. El mismo hecho de que los partidarios de la huelga tengan que recurrir a cerrar con barricadas los accesos ya indica que son una minoría que se intenta imponer por la vía de los hechos. Y es paradójico que unos estudiantes que defienden el derecho de autodeterminación sean tan reacios a que los otros decidan por sí mismos si quieren o no sumarse a su causa.

De hecho, allí donde se ha podido ir a clase, “los alumnos que han secundado la huelga están entre el 5% y el 10%”, dice el vicerrector de la Universidad de Lleida, Francisco García. Por su parte, el rector de la Universidad Pompeu Fabra, Jaume Casals, ha circunscrito la organización de las protestas a “un grupo extraordinariamente reducido”. Puestos a valorar quién ve hoy amenazada su libertad en las universidades catalanas, no deja de ser significativo que cuando las informaciones periodísticas recogen declaraciones de profesores contrarios a las huelgas se trata de profesores “que prefieren no ser identificados”.

Cuando se instaura un clima de intimidación, el debate intelectual se transforma en descalificación simplista. En Burdeos, los grupos LGTB no necesitan más que motejar de “homófoba” a Agacinski para justificar su censura. En las universidades catalanas, los estudiantes independentistas califican como “fascistas” a los que les plantan cara. Es verdad que a veces no necesitan mucho más para imponerse, sobre todo si las autoridades académicas optan por claudicar pro bono pacis. Pero eso que se presenta como paz no es muchas veces más que el allanamiento de la libertad de otros.

Por eso el affaire de Burdeos y otros similares han provocado la reacción de un conjunto de profesores universitarios en defensa de la libertad de expresión. En una tribuna en Le Monde (4-11-2019), han mostrado su indignación porque “rectores de universidades, encargados de hacer respetar la libertad académica y la circulación de los saberes, hayan cedido a las amenazas de un puñado de militantes, traicionando así su misión”.

La excusa de evitar un posible motivo de altercados les parece inadmisible, porque así se acaban siempre imponiendo los que utilizan la fuerza. A pesar de la tradición universitaria, no les parece fuera de lugar denunciar ante la Justicia a los amenazadores y recurrir a la policía, “si el papel de la policía es, en este caso, hacer respetar las libertades públicas”. “Si alguien tiene que ser culpado por una intervención de las fuerzas del orden, serían los autores de las amenazas y de las violencias, y no los que rehúsan aceptar que la amenaza y la violencia puedan reinar en los lugares dedicados al saber”.

Cuando esto se pierde de vista, cualquiera que cree defender una causa justa puede acabar justificando una orwelliana policía del pensamiento que garantice la sumisión a la doctrina única.

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