No es bueno ni para el Chapo

El retroceso de la pena de muerte en EE.UU. se ha visto corroborado por el reciente anuncio del gobernador de California, Gavin Newsom, de imponer una moratoria en la aplicación de la pena capital en el estado. La cámara de ejecuciones del penal de San Quintín, tantas veces recreada en el cine, será cerrada. No cabe duda de que se trata de acabar con este castigo.

Según explica el gobernador en un artículo, California es el territorio del hemisferio occidental que tiene más presos en el corredor de la muerte, 737 ya condenados. Newsom, demócrata, asegura que no cabe evitar errores en las condenas, como ya se sabe que ha ocurrido en algunas ocasiones. Y además es un castigo que recae desproporcionadamente sobre los más desfavorecidos: seis de cada diez condenados son afroamericanos o latinos. Newsom quiere dejar de “gastar millones en un sistema que, en el mejor de los casos, no nos hace vivir más seguros, y, en el peor, pone en riesgo vidas de inocentes”.

Pero junto a la carga financiera del sistema, el gobernador quiere evitar “el coste moral de ejecutar a compatriotas californianos”. Un estado que siempre ha tenido a gala su orientación progresista, al suspender la pena de muerte “quiere mostrar al mundo quiénes somos y con qué nos identificamos”. Con cierto orgullo de estado, Newsom piensa que “nuestra nación mira otra vez a California en busca de soluciones eficaces que reflejen nuestros más altos valores morales”. No está muy claro si el país mira a California como faro moral, pero en este caso mucha gente que no votaría al gobernador demócrata puede considerar también un avance esta decisión.

Ciertamente, los castigos que impone el sistema penal dicen mucho de un país. Nos revelan si se busca solo el castigo o también la rehabilitación, si hay graduación en la severidad, si se evita la crueldad incompatible con el mantenimiento de la dignidad humana del delincuente, en suma, si se trata de hundir y anular a un culpable o si se mira a corregir y rehabilitar.

Porque también puede darse la crueldad sin pena de muerte. En estos días se ha hablado de la prisión de máxima seguridad en Florence, en Colorado, donde puede acabar el Chapo tras su condena. La cárcel está situada en un paraje rural inhóspito de las Montañas Rocosas. El narcotraficante mexicano, experto en fugas, no tiene ninguna posibilidad en esta cárcel, con barreras físicas infranqueables. Pasará 23 horas al día encerrado en una celda de 3,5 por 2 metros, donde todo es de hormigón, y con una ventana de solo 10 centímetros de ancho, orientada en un determinado ángulo para que el preso solo pueda alcanzar a ver un ínfimo trozo de cielo. Solo saldrá a hacer ejercicio una hora al día a una jaula algo más grande, que es su única oportunidad de ver el cielo.

Compartirá instalaciones con cerca de 400 presos en la unidad que cuenta con los controles de seguridad más extremos. Pero no tendrá prácticamente ningún contacto humano, excepto las palabras que intercambien con los guardas al recibir las comidas. Ni contacto físico, ni visual, ni verbal. Solo fuera de estos módulos de seguridad especial, a los presos se les reduce el aislamiento y pueden acceder a ciertos beneficios como tener radio y televisión en blanco y negro con una programación prestablecida. Las visitas de familiares deben ser autorizadas por la cárcel.

Se ha visto que este aislamiento social casi total puede generar enfermedades mentales (claustrofobia, depresión, alucinaciones), que llevan a los presos a autolesionarse o a intentar el suicidio. En 2012, los abogados de once reclusos presentaron una demanda contra el Departamento Federal de Prisiones, alegando malos tratos por enfermedades mentales previas o desarrolladas allí. Amnistía Internacional denunció en 2014 que el centro “no cumple con los criterios internacionales para el trato humano de prisioneros”.

Es cierto que los presos de Florence son gente muy peligrosa. Allí se encuentran desde el terrorista “Unabomber” al joven de origen checheno Dzhojar Tsarnayev, que puso una bomba en el maratón de Boston, o al único de los condenados por los atentados del 11-S, miembro de Al Qaeda. Criminales que hay que tener a buen recaudo, como el Chapo.

Aún así, cabe plantearse si un régimen de aislamiento total es compatible con la dignidad humana. Si se les ha condenado por acciones crueles contra personas, tratarles también de un modo tan cruel que solo puede degradar su humanidad, no da mucha autoridad moral para ejercer la justicia.

Quizá algunos de ellos preferirían que se les aplicase la pena de muerte, en vez de esa muerte en vida. Paradójicamente, la prisión ADX Florence se encuentra en el estado de Colorado, donde en 2016 se aprobó por referéndum el suicidio asistido para los enfermos que quieren anticipar la muerte. Si se trata de una enfermedad terminal, con un pronóstico de no más de seis meses de vida, el enfermo puede pedir que el médico le mate, sin que esto se considere homicidio. Todo en nombre del “derecho a una muerte digna”.

Pero si aceptamos la idea de que ciertas situaciones vitales son incompatibles con una vida digna, no habría muchas razones para oponerse a la petición de un preso condenado a cadena perpetua que prefiere expiar su pena con una muerte rápida en vez de con una muerte lenta en un ambiente hostil. De hecho, en Bélgica, en 2014, el preso Frank van den Bleeken, condenado a cadena perpetua y que se consideraba a sí mismo “un peligro para la sociedad”, solicitó y obtuvo la eutanasia para alcanzar una “muerte digna”. En estos casos tendríamos una vuelta a la pena de muerte, pero por motivos humanitarios. Pero tanto en California, como en Colorado o en Bélgica, se invocarían “los más altos valores morales”.

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