Maternidad no obligada

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El principal cambio de la reforma de la ley del aborto que propone el gobierno de Rajoy es que el aborto deja de estar al libre arbitrio de la mujer para volver a ser regulado en función de unos supuestos concretos. Si hemos de hacer caso a los críticos, la mujer pierde así el derecho a decidir sobre un asunto muy íntimo. Perder un derecho siempre parece una vuelta atrás,  y especialmente en una época que tiene a gala defender los derechos de la mujer. Pero, como en cualquier caso en que está implicada la protección de distintos sujetos –y el feto es distinto de la madre–, dar toda la libertad de actuación a uno en detrimento del otro, no es lo que la justicia pide.

En otros ámbitos lo vemos claro. Un empresario es libre de contratar o no a un trabajador.  Pero una vez que lo asume, no puede desprenderse de él cuando le conviene, sin cumplir una serie de requisitos y  sin una indemnización. Y en algunos casos, simplemente se le prohíbe hacerlo. Así, nadie puede despedir a una trabajadora embarazada, precisamente porque la mujer y el nasciturus merecen una protección especial en esa situación.

El aborto como derecho de la mujer consagra el despido libre del feto en su versión más radical. En cambio, una regulación del aborto en función de indicaciones, supone que puede haber un conflicto de derechos, y que hay que buscar un equilibrio que tenga en cuenta los bienes que hay que proteger en cada caso.

Con la ley ahora vigente, más del 90% de los abortos se realizan a petición de la mujer, sin que vengan condicionados por ningún motivo de salud o de anomalías del feto. Simplemente, son embarazos no planificados y no aceptados. Al desaparecer el aborto como derecho, los críticos de la reforma aseguran que las mujeres se verán sometidas a una “maternidad obligada”. Lo dicen como si el Estado estuviera exigiendo a las mujeres que aporten un hijo a la patria.

En realidad, la mujer que espera un hijo –a no ser en caso de violación– ha ejercido ya su libertad en diversos momentos. Por mucho que se afirme que una cosa es el sexo y otra la reproducción, el embarazo recuerda que algo tienen que ver. Para disociarlos, hay una panoplia cada vez más amplia de anticonceptivos, incluso financiados por la Sanidad pública, cuya difusión iba a ser el sistema más eficaz para prevenir el aborto. Pero algo falla. A veces lo que falla son los propios anticonceptivos.  Según las estadísticas de 2012, el 33% de  las mujeres que abortaron dijeron que no utilizaban anticonceptivos, pero el 42% sí los utilizaban (el resto, no consta), así que el “sexo seguro” deja bastante que desear. Ni tan siquiera la “píldora del día después” en venta libre, que por fin iba a ser la panacea, ha evitado que haya un aborto por cada cuatro nacimientos.

Última criba

En esta perspectiva, el aborto aparece como el método de control de natalidad de último recurso,  que es lo que todo el mundo decía que no debía ser. Lo que ha cambiado es que a partir de ese momento está en juego también la vida de un tercero, al que la ley vigente ha privado de toda protección.

Pero si el único modo de respetar una maternidad libre es permitir a la mujer  que aborte al hijo que no desea, habría que llevar esta lógica  hasta el final. Por un parte, sin distinguir entre motivos “buenos” y “malos” para abortar. Por ejemplo, el aborto selectivo por razón del sexo –discernible cada vez más temprano– tendría también carta de naturaleza. De hecho,  se está extendiendo ya a Europa y Norteamérica, por influencia de la diáspora asiática y como una necesidad cada vez más admitida de “equilibrio familiar”. Y si las que salen perdiendo suelen ser las niñas, por lo menos habrán contribuido a salvaguardar los derechos de la madre.

Por otra parte, siempre dentro de un sistema de plazos, no tendría por qué limitarse a los tres primeros meses. Un embarazo querido puede transformarse en indeseado más allá de ese plazo, por distintos imponderables: el abandono por parte de la pareja o el surgimiento de una nueva oportunidad laboral, pueden hacer que el embarazo ya no sea deseado. Si no queremos obligar a la maternidad, habría que respetar también el deseo de la mujer ante esos cambios.

Igualmente habría que dar también un tiempo para que los padres pudieran eliminar a un bebé no deseado después del nacimiento. Pues, a pesar del diagnóstico prenatal, siempre habrá algún bebé deficiente que escape a la criba. Y, como puede verse por las críticas a la reforma que propone el gobierno, la intolerancia hacia los bebés discapacitados va en aumento.

La idea del infanticidio para bebés deficientes puede parecer extrema, pero ya fue propuesta hace años por el famoso filósofo utilitarista Peter Singer. Y hace pocas semanas ha dado lugar a  un vivo debate en la revista británica Journal of Medical Ethics a raíz de un artículo en el que los autores (Alberto Giubilini y Francesca Minerva)  defendían que matar a un recién nacido (after-birth abortion, lo llaman)  debería estar permitido por las mismas razones en que se justifica el aborto, incluso aunque el niño no fuera discapacitado.

¿Extremistas? Quizá simplemente lógicos. Y el único modo de evitar esta deriva es cambiar de lógica en el modo de afrontar la maternidad y la vida naciente.

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