Los prejuicios de Einstein

Los científicos reciben en nuestro tiempo la veneración que rodeaba a los santos en otras épocas. Una vez encumbrados en el altar de la opinión pública, su dedicación a la ciencia garantiza que cualquier idea suya llevará el marchamo de la racionalidad y la apertura de mente.

Por eso ha causado asombro y decepción la publicación de unos inéditos diarios escritos por Albert Einstein durante sus viajes por Asia en 1922 y 1923. En ellos vuelca sus impresiones con la sinceridad de quien está escribiendo para sí mismo, y al hablar de la gente que conoce en sus viajes manifiesta opiniones muy despectivas, especialmente de los chinos. ¿Es posible que un científico que debe atender solo a la realidad empírica tenga prejuicios xenófobos?

Einstein describe al pueblo chino como “laborioso, sucio y obtuso”. Le asombra que “incluso los obligados a trabajar como caballos nunca dan la impresión de un sufrimiento consciente. Es un peculiar pueblo gregario (…) a menudo más parecido a autómatas que a personas”. Incluso los niños le parecen “torpes y sin gracia”. Encuentra que las mujeres apenas se distinguen de los hombres, lo que le lleva a preguntarse cómo los hombres pueden encontrar a las mujeres suficientemente atractivas para tener hijos con ellas. Y después de anotar la “abundante descendencia” de los chinos, advierte que “sería una pena si estos chinos suplantaran a todas las otras razas. Para gente como nosotros, solo pensarlo es realmente deprimente”.

El ambiente de la época

Para la sensible corrección política de hoy, el pensamiento del genio huele a racismo, misoginia y xenofobia. Si lo llega a decir ahora en Twitter, ya le habrían retirado el Premio Nobel. El editor de los diarios, Ze’ev Rosenkranz, advierte que “muchos de los comentarios nos resultan muy desagradables, especialmente lo que dice de los chinos. Contrastan bastante con la imagen pública de gran icono humanitario. Es muy chocante leer esto y compararlo con lo que dijo en afirmaciones públicas”.

En afirmaciones públicas en los años 30 Einstein había denunciado el racismo como “una enfermedad del hombre blanco”, y advertía que “al ser yo judío, quizá puedo comprender mejor y hacerme cargo de cómo los negros sufren la discriminación”.

¿Einstein hipócrita? No hay por qué pensarlo. Podía creer que la discriminación racial en EE.UU. o la que sufrían los judíos en esa época era irracional, y a la vez experimentar rechazo hacia un pueblo oriental poco desarrollado y de costumbres extrañas, al que solo conoció en breves estancias en Shanghái y Hong Kong. Advertir que un genio de la ciencia puede compartir prejuicios de su tiempo, no debería ser motivo de asombro.

Lo curioso y revelador es que nos sorprenda y nos importe tanto. The Guardian –uno de los guardianes de la corrección política actual– ha dedicado incluso un editorial al caso para lamentar esta mezcla inesperada de “pensamiento libre y actitudes retrógradas”. El diario británico comenta: “Estas ideas eran predominantes en su tiempo, aunque no universales. Los prejuicios corrientes influyeron claramente en Einstein. Una evolución personal podría haberle ayudado a superarlos. Pero es llamativo que tuviera una visión tan corta y expresara tal intolerancia mientras que en su trabajo fue tan libre y desafió tan enérgicamente los prejuicios”.

En cambio, a los propios chinos les ha sorprendido menos. La mayoría de los comentaristas en Internet no se sienten indignados. Reconocen que Einstein viajó a China en los primeros años de la República, después de siglos de gobierno imperial, y que entonces el hambre, la pobreza y la suciedad eran endémicos. A fin de cuentas, la narrativa del régimen comunista siempre ha defendido que China era un caos antes de que ellos se hicieran con el poder. ¿Cómo iban a ganarse los chinos el respeto de Einstein?

Opiniones triviales de un genio

Otros chinos dicen que estos diarios demuestran que Einstein, como cualquier hombre, puede tener ideas superficiales. Efectivamente, a veces tendemos a olvidar que ser un científico destacado en una rama de la ciencia no vacuna contra las opiniones triviales en campos que escapan al propio conocimiento. Así se comprueba a menudo cuando un científico pontifica sobre política, religión o filosofía, sin haber explorado a fondo estos problemas.

Basta recordar la polvareda que levantó en 2007 el premio Nobel James Watson –descubridor con Francis Crick del ADN– cuando declaró al Sunday Times a propósito de los negros: “Todas nuestras políticas sociales están basadas en la idea de que su inteligencia es la misma que la nuestra, pero en realidad todas las pruebas señalan lo contrario”. Entonces le llovieron las críticas lamentando que un destacado biólogo molecular hiciera comentarios “acientíficos y sin ninguna base”, y recomendándole que no entrara en temas para los que no estaba cualificado. Pero lo mismo se le podría haber dicho mucho antes, cuando su visión materialista de la existencia humana le movía a descalificar las creencias religiosas o a defender la eugenesia.

La tendencia contemporánea a convertir a los hombres de ciencia en iconos mediáticos y oráculos del pensamiento es por lo menos paradójica. Como ha comentado Philip Ball, es extraño que esto ocurra en una profesión que defiende con firmeza que lo que cuenta son las ideas, no las personas.

Oriente y Occidente

Pero la historia enseña que es posible otro tipo de mirada sobre civilizaciones ajenas. Cuatro siglos antes de que Einstein viajara por Asia, llegó a China el jesuita Matteo Ricci (1552-1610), que iba a convertirse en un hombre clave en el diálogo entre China y Occidente. A él y a sus compañeros jesuitas les movía el afán de evangelizar,  pero al mismo tiempo supieron apreciar y respetar la cultura china. Adoptaron el traje y las costumbres de los letrados chinos. Aprendieron su lengua, y Ricci fue capaz de escribir en chino obras originales. Su intensa labor en China supuso el mayor intercambio cultural entre Europa y China hasta aquel momento.

Ricci era también un científico, y gracias a él entraron en China conocimientos técnicos, matemáticos y cartográficos de Europa. Enseñó matemáticas a intelectuales chinos. Tradujo al chino los conceptos occidentales de geometría euclidiana y trigonometría; publicó los primeros mapas de China disponibles en Occidente, y en 1602 su Mapamundi, que tuvo en gran éxito en China que se consideraba –y así la puso Ricci– el “País del Centro” (el etnocentrismo no es una manía solo occidental). Así se ganó la estima de los intelectuales chinos, e incluso del mismo emperador. Y también fue el fundador de las primeras comunidades católicas en el país.

Ricci no fue un viajero como Einstein, sino que fue a China para quedarse y asimilarse a su civilización. Si vio a los chinos de un modo distinto a lo que más tarde vería Einstein fue sin duda por sus “prejuicios religiosos”, que le llevaron a pensar que también los chinos eran hijos de Dios, capaces de abrazar la fe, sin abandonar su cultura. No los consideró un pueblo inferior, sino unos interlocutores valiosos para establecer un puente entre Europa y Oriente. A veces la luz de la fe ilumina al otro mejor que la luz de la Ilustración.

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