La segregación social en la escuela

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Cómo conseguir que el sistema educativo favorezca la igualdad de oportunidades en vez de perpetuar las desigualdades sociales es un reto nunca vencido. Tampoco en un país como Francia, que tiene la “égalité” en su frontispicio. El economista francés Thomas Piketty, cuyo libro El capital se ha convertido en el análisis más polémico sobre la desigualdad en el mundo de hoy, ha agitado el comienzo del curso escolar en Francia con un artículo en el que denuncia la “segregación social” en los colegios parisinos de enseñanza secundaria.

Mientras que el porcentaje medio de alumnos de familias desfavorecidas (padres obreros, parados o inactivos) es el 16% del total, su porcentaje en cada colegio puede variar entre el 60% en los centros menos deseados y el 1% en los más prestigiosos. Estas diferencias existen entre los colegios de cada distrito e incluso de cada barrio, y son más llamativas entre los colegios privados (una tercera parte del total) y los públicos. El 22,4% de los alumnos de los colegios públicos pertenece a categorías desfavorecidas, frente a solo el 3,8% en los privados.

Piketty atribuye un papel clave al sector privado en esta falta de mezcla social. “El privado practica una exclusión casi completa de las clases sociales desfavorecidas, y contribuye así fuertemente a la segregación social del conjunto”. La escolaridad que hay que pagar (aunque en buena parte son centros bajo contrato con el Estado) y la selección de alumnos que puede hacer el colegio, actuarían como barreras sociales.

Pero las disparidades en la acogida de alumnos desfavorecidos se dan también entre los centros públicos aunque sean gratuitos, pues no todos tienen el mismo prestigio y ambiente, y las familias lo saben. El propio Piketty reconoce que la segregación social tiene mucho que ver con la segregación residencial: “Esta segregación escolar extrema –escribe– se deriva de la segregación residencial, porque, en el sistema actual, el domicilio de los padres determina mecánicamente el colegio del alumno”.

¿Qué hacer, entonces? Piketty propone que los colegios privados estén sometidos a las mismas reglas obligatorias que los públicos en la admisión de alumnos, de modo que no puedan seleccionarlos. Su propuesta parece ignorar que la libre elección de colegio por los padres en función de su carácter propio es una libertad fundamental reconocida por el Consejo Constitucional francés y por la Convención Europea de los Derechos del Hombre.

Pero, en cualquier caso, reincide en la idea de echar la culpa de los defectos de la enseñanza pública a la existencia de la privada, y en tratar de lograr más igualdad a expensas de la libertad (de las familias y de los colegios). Es significativo que hable de “fuga” de familias hacia la escuela privada, como si estas estuvieran obligadas de entrada a escolarizar a sus hijos en la pública.

Piketty señala un problema real. Pero las causas y las soluciones son muy discutibles. De hecho, pocas semanas después se ha publicado un diagnóstico del Consejo Nacional de Evaluación Escolar (CNESCO), que sintetiza las conclusiones de una veintena de informes sobre la igualdad de oportunidades en el sistema escolar francés. Y su conclusión es que el problema no está en la enseñanza privada, sino en las políticas educativas seguidas en los últimos treinta años –con gobiernos de izquierdas y de derechas– que en vez de reabsorber las desigualdades las han exacerbado.

No es que hayan faltado iniciativas para promover la mezcla social en la escuela: distribución de alumnos según el domicilio, establecimiento de “zonas de educación prioritaria” (con menos alumnos por clase y más dotación) en barrios más deprimidos, formas diversas de ayuda personalizada, dispositivos de “compensación”… Ninguna ha sido decisiva, y a veces han tenido efectos perversos. Así, en cuanto un centro se integraba en una “zona de educación prioritaria”, había una deserción de las familias para llevar a sus hijos a otro colegio, pues los primeros tienen mala fama.

El informe del CNESCO reconoce también algunos cambios positivos –escolarización temprana de los niños de menos de 3 años, nuevos programas, horas dedicadas al trabajo en pequeños grupos–. Pero estima que las desigualdades se mantendrán si “los colegios más segregados no adoptan una política voluntarista de mezcla social”.

Pero habría que preguntarse también si, en un país con enseñanza tan centralizada como Francia, la solución no requeriría dar más autonomía a las escuelas y más libertad a las familias para elegir el colegio de sus hijos. De hecho, esta libre elección de escuela es ejercida en gran parte por las familias que, por su nivel social, saben qué motivos hay que invocar y qué teclas hay que pulsar para obtener una derogación a la zonificación escolar y obtener plaza en el colegio deseado. En cambio, son los más desfavorecidos por su residencia los que tienen que conformarse con el colegio que les toca, por lo general mediocre.

En EE.UU. el desarrollo de las charter schools (escuelas autónomas dentro de la enseñanza pública, impulsadas por agrupaciones de profesores y familias), han favorecido una mejora de la calidad de la enseñanza en colegios que iban mal. Lo mismo puede decirse de las fórmulas (como el cheque escolar o similares) que han permitido que los hijos de familias desaventajadas no queden atrapados en la escuela del barrio y vayan a buenos colegios.

Estas iniciativas pueden despertar el rechazo de quienes piensan que la mezcla social en la escuela debe imponerse desde los poderes públicos. Pero, habida cuenta de que tantas buenas intenciones han sido ineficaces hasta la fecha, habría que probar si más “liberté” puede llevar a más “égalité” en la escuela.

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