El principio de irresponsabilidad

La medicina preventiva empieza por evitar conductas de riesgo que ponen en peligro la salud. Pero ¿cómo abordar situaciones en las que los individuos invocan su autonomía para no cambiar esos hábitos arriesgados y, al mismo tiempo, apelan a la solidaridad para que el sistema sanitario asuma los costes de sus decisiones?

Por lo general, las autoridades sanitarias intentan cambiar los hábitos peligrosos para la salud mediante campañas de educación y estímulos económicos. Elevar el precio del tabaco se ha convertido así en un recurso habitual para disuadir de fumar y, de paso, recaudar recursos que también servirán para curar a los que resulten afectados por el tabaquismo.

La política de “a la salud por los impuestos” vuelve a repetirse ahora para frenar el consumo de bebidas con exceso de azúcar. En Cataluña ya se ha adoptado un impuesto especial para estas bebidas, con el fin de disuadir de consumirlas y convencer a los fabricantes de que reduzcan los ingredientes potencialmente peligrosos. La medida envía también a la opinión pública el mensaje de que un consumo excesivo de estas bebidas es perjudicial para la salud, y supone una carga importante para el sistema sanitario.

En cambio, en lo que se refiere a la conducta sexual, prima la autonomía del “mi cuerpo es mío” y “la factura es de todos”. Un caso especialmente sintomático es la llamada profilaxis pre-exposición (PrEP), para medicar por anticipado a personas que no tienen el VIH, pero cuyas prácticas sexuales les ponen en un alto riesgo de contraerlo. No se trata de una vacuna, que no existe, sino de un fármaco de nombre comercial Truvada, con un coste en torno a 500 euros al mes.

Los candidatos a emplearlo serían colectivos donde la prevalencia de la infección por VIH es mucho mayor que en la población en general y va en aumento, sobre todo, prostitutas y hombres que mantienen relaciones homosexuales, a menudo promiscuas, con parejas desconocidas. A pesar de las campañas dirigidas a este público, estas personas no están dispuestas a cambiar de conducta ni en muchos casos cumplen medidas de protección como el uso de preservativos.

En estos casos, ¿es ético que el sistema sanitario financie un caro tratamiento a personas que no están enfermas, de modo que no tengan que cambiar sus arriesgadas aficiones sexuales? La cuestión ha sido objeto de un dictamen del Comité de Bioética de España, a petición del gobierno.

El Comité se plantea si es ético financiar la PrEP en España cuando hay otras prioridades de salud no cubiertas y si debe financiarse a pacientes que no cumplen las medidas de prevención que deben acompañarla, como el uso del preservativo.

El Comité se hace las preguntas adecuadas, y recuerda el principio de que “la responsabilidad individual constituye una contribución indispensable a la solidaridad, ya que, en una sociedad solidaria, es esencial que los individuos actúen de tal manera que impidan la imposición de cargas excesivas a la comunidad”. Asimismo reconoce que la prevención que pretende alcanzarse a través de este medicamento también podría lograrse mediante otras medidas no farmacológicas y con un menor impacto en el gasto público, como suspender las conductas de riesgo o utilizar preservativos.

Incluso admite la preocupación de que la PrEP estimule y permita una conducta de riesgo que sobrepase sus efectos protectores, y que envíe el mensaje equivocado que favorezca una cierta desinhibición del riesgo.

Sin embargo, al final el Comité acaba concluyendo que existen más argumentos a favor de la financiación pública que en contra. En último término, viene a decir que, como no cabe esperar que los interesados cambien, más vale financiarles una protección previa con el fármaco en interés de la salud de todos. Cada uno puede ver si los argumentos le resultan convincentes. Pero no cabe duda que en el dictamen influye mucho la idea de no parecer “moralistas” en cuestiones de conducta sexual.

Incluso se llega a decir que “negar la profilaxis pre-exposición a quien, por sus conductas y hábitos sexuales, no ha adoptado determinadas medidas puede suponer incurrir en una visión de la sociedad que formula la diversidad humana en términos jerárquicos y moralistas, dividiendo a los sujetos entre responsables, por seguir la moral más aceptada, e irresponsables, entre superiores e inferiores”. Cabe matizar que no se trata aquí de negar o permitir, sino de financiar o no financiar a costa de todos; y que la responsabilidad de una persona no se juzga aquí por seguir o no determinada moral, sino por las consecuencias de sus actos.

Pero, con esta filosofía, en vez de poner impuestos a las bebidas azucaradas y pedir a los consumidores que beban menos, habría que financiar fármacos que protegieran contra la diabetes.

Sin duda, lo más efectivo para proteger la salud es favorecer cambios de estilos de vida, con estímulos y financiación pública. En el caso de la lucha contra la obesidad, un reciente estudio publicado en Lancet sobre pacientes británicos encontró que aquellos a los que se les financian durante 12 meses cursos para reducir peso pierden más (6,76 kg al año) y se mantienen en mejor salud que aquellos que siguen el curso estándar de tres meses (4,75 kg) o aquellos a quienes solo se les dan guías de autocontrol (3,26 kg). Los del curso de 12 meses reducen también más los índices de riesgo de diabetes en comparación con los otros grupos. De estos resultados los investigadores concluyen que desde el punto de vista del coste-eficacia valdría la pena financiar cursos de 12 meses por la mejora de la salud de los pacientes y el consiguiente ahorro que se produciría por la reducción de enfermedades relacionadas con el exceso de peso.

Las iniciativas de este tipo dedican el gasto sanitario a procurar que las personas adopten hábitos de vida más saludables. En cambio, lo que se costea con la PrEP es un tratamiento no para cambiar sino para seguir corriendo riesgos. No da la impresión de que esto favorezca mucho la responsabilidad del paciente ni la racionalización del gasto.

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