El mínimo común ético

Fontera España-FranciaA la hora de hacer leyes, no está de más atender a la experiencia extranjera. Siempre se puede aprender de lo que ha ido bien y lo que ha ido mal, y, en un mundo cada vez más interconectado, incluso hay que prever las posibles repercusiones en países vecinos. Pero algunas veces la mera referencia al extranjero se convierte en un modo de echar balones fuera en el debate ético sobre las leyes. Así ocurre ahora en la polémica sobre la reforma de la ley del aborto.

En vez de afrontar las cuestiones de fondo, algunos partidarios del statu quo dicen que es inútil poner límites al libre arbitrio de la mujer, porque las que hasta ahora abortaban en España seguirán haciéndolo en el extranjero, donde no les pondrán ningún obstáculo. Si en los viejos tiempos de la prohibición se iban a Londres, ahora tienen muchos más sitios donde ir, aunque siempre suponga una incomodidad adicional. Por lo tanto, es inútil cambiar, porque la vida del concebido no va a estar más protegida.

El “argumento” tiene el sello propio de la claudicación moral: si no lo hacemos aquí, lo harán otros fuera. Pero la razón de que “los demás también lo hacen” es la que ha justificado siempre la cesión a los comportamientos menos éticos. Si para resistirse a la corrupción, a hacer trampas con el seguro de desempleo o a pagar facturas sin IVA  hay que esperar a que los demás no lo hagan, el listón ético estará siempre muy bajo.

A la hora de hacer las leyes, el legislador es responsable de lo que puede ocurrir en su país, no de lo que se puede hacer en el extranjero. Siempre habrá países más exigentes que otros en ciertas cuestiones, pero eso no implica que haya que armonizar internacionalmente las leyes al nivel ético más bajo.

Si en el asunto del aborto nos preocupa la diferencia con legislaciones extranjeras, también nos debería llamar la atención que con la ley vigente el 10% de los abortos que se realizan en España correspondan a europeas, atraídas por la permisividad y la falta de control que han regido hasta ahora aquí.

Pero es que, además, en asuntos distintos del aborto parece que la permisividad extranjera no importa. Los socialistas franceses, que se manifiestan críticos con la reforma del aborto en España, acaban de aprobar una ley por la que se considera un delito pagar por tener relaciones sexuales, con multas superiores a los 1.500 euros. En este caso la mujer no puede hacer lo que quiera con su cuerpo. No les ha importado que en países de su entorno, como Alemania y Holanda, la prostitución esté legalizada como un trabajo, ni que en España tampoco esté penalizada.  Ahora los franceses que quieran recurrir a una prostituta tendrán que viajar a Alemania o España, que son mucho más tolerantes en este aspecto, o sumergirse en la compraventa clandestina de servicios sexuales.

Otros franceses, como el actor Gérard Depardieu o Bernard Arnault, el propietario del grupo de lujo LVMH, decidieron ya tener su domicilio fiscal en Bélgica para huir del impuesto excepcional del 75% sobre los altos ingresos creado por el gobierno francés, y después trasladado  a las empresas que retribuyen a los millonarios. Estos exiliados fiscales han sido tratados como renegados. Y es que en materia de impuestos, el criterio nunca ha sido rebajar la presión al nivel de los paraísos fiscales, aunque siempre ha habido nacionales con cuentas ocultas allí.

“Verdad a este lado de los Pirineos, error más allá”, decía Pascal. Pero la justificación de que si no lo hacemos aquí lo harán fuera, nunca ha sido una buena razón a la hora de legislar.

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